1Pe 1, 10-16; Sal 97; Mc 10, 28-31

«Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más – casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-«. No es que yo haya dejado muchas cosas; casi diría que me las han robado, y que toda mi parte en este asunto se ha debido a una imprudencia por la cual dejé los candados abiertos facilitando el robo… Pero estoy en condiciones de dar fe sobre la veracidad de estas palabras del Señor.

En cuanto a la casa, Mideur convendrá conmigo en que tenemos un Dios nómada, a quien le gusta habitar en una tienda de campaña. Cualquiera podría pensar que esto nos convierte en hombres sin hogar… No es verdad. En nuestras almas arde la hoguera del Espíritu, y en torno a ella está sentada la Sagrada Familia de Nazareth… Yo llevo mi hogar a donde quiera que voy. Tengo calor. En cuanto a «hermanos y hermanas», los tengo a millones. Ahora me rodean mis hermanitas «Dios-se-lo-pague», pero, además, tengo a mis hermanos sacerdotes, con quienes disfruto de un verdadero cariño fraternal y con quienes me peleo como se pelean todos los hermanos. Que yo sepa, en la tierra, la fraternidad la vivimos siempre así. Nos queremos y nos damos, también, «cariñosas» cornadas para pasar el rato y para echar la mala leche. Me encanta. En cuanto a «madres», me han sobrado. Mientras he trabajado en la parroquia, las he tenido a cientos: me traían comida, se preocupaban por mi salud, trataban en vano de cubrirme de mimos… ¡Como en todas las casas! Y ahora tengo un montón de madres que me quieren hacer reventar a base de comida, me lavan la ropa, me cambian las cortinas…

¡Son demasiadas! En cuanto a «hijos»… ¡Si yo os contara! Llamáis al sacerdote «padre», y hacéis bien. Paso más de media hora cada mañana encomendando, uno por uno, a mis hijos. Dios sabe lo mucho que los quiero, y cuánto sufro y gozo por ellos. En cuanto a «tierras»… ¡El globo terráqueo entero me pertenece! Salgo a dar un paseo, y me parece como si Dios hubiera puesto el sol en todo lo alto para mí; como si hiciese crecer la hierba para mí; como si hubiese trazado los caminos para mí; como si hubiese creado los montes para mí… Y, en cuanto a «persecuciones»… Sólo os diré que jamás hubiese llegado a pensar que el sufrimiento estuviera tan lleno de sentido, de paz, y de dulzura. Jamás imaginé que la presencia del Crucifijo en la Cruz fuera tan viva.

Si tuviese que escribir mi propio epitafio (esto es una gilipollez muy de moda), me bastaría una línea: «uno que se lo ha pasado muy bien». Me asombra contemplar la cantidad de dinero que emplea la gente en pasarlo bien sin conseguirlo, y lo poco que yo necesito para disfrutar como un enano.

«Y en la edad futura, vida eterna»… ¡Encima eso! ¿Acaso se puede pedir más? Sí, se puede, y se lo pediré a María: que todos los hombres, sin excepción, descubran la maravilla del Amor de Dios.