1Pe 2, 2-5. 9-12; Sal 99; Mc 10, 46-52

«Entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real». Hemos hablado alguna vez, desde esta página, de ese error tan frecuente en nuestros días que lleva a muchos cristianos a confundir los presbiterios de nuestros templos con escenarios de un teatro: allí debe subirse a los niños, cuando hacen su primera comunión, para que luzcan su traje de almirante, o a las niñas para que emulen a Sisí Emperatriz; allí deben subir los novios, en la boda, para interpretar a unos nerviosos Romeo y Julieta… El siguiente paso, en este error, es confundir a la asamblea con el público. No se participa en la misa, sino que se «oye» misa o se «va» a misa… Pero, como en cualquier representación, el público tiene derecho a que lo diviertan. El sacerdote queda convertido en una especie de «animador» o «showman», que debe, ante todo, entretener a su público. La frustración más grande tiene lugar cuando los feligreses se aburren durante la Eucaristía. «No voy a misa porque me aburro muchísimo», dicen algunos. Y pregunto yo -impertinente de mí-: «oiga, ¿se divierte usted cuando va al médico?… ¿Y sigue usted yendo?».

Hace dos semanas considerábamos el sacerdocio de Cristo. Hoy, San Pedro nos muestra la clave que une, en el mismo sacrificio, al presbítero con los laicos.

La relación entre ambos, esa relación marcada por los escalones del presbiterio y por la expresión «sacrificio mío y vuestro», no es la de «actor-público», sino la de «sacerdocio ministerial-sacerdocio común»: Cristo y la Iglesia. En virtud del sacerdocio común de los fieles, del que sois partícipes desde vuestro bautismo, los laicos no acudís a misa para divertiros, ni siquiera para cumplir un precepto, sino para presentar vuestra ofrenda y depositarla en manos del presbítero. Nadie debe acercarse al altar con las manos vacías. Como sacerdotes que sois, comenzáis el día ofreciendo la jornada a Dios; ofrecéis vuestro trabajo; ofrecéis vuestro cansancio y esas reliquias de la Cruz de Cristo que son vuestros dolores; ofrecéis las alegrías y las penas… Y, para consumar vuestro ofrecimiento, os acercáis al altar con todo ello y lo depositáis en la patena, junto al pan, a la vez que le decís al presbítero: «El Señor reciba de tus manos…» Como sacerdotes que sois, extendéis en vuestra vida la bendición que imparte sobre vosotros el presbítero, y bendecís los alimentos, bendecís a vuestros hijos (¡Bendecidlos trazando en sus frentes la señal de la Cruz!), bendecís vuestro trabajo… Como sacerdotes que sois, prolongáis la Plegaria Eucarística intercediendo día y noche ante Dios por vuestros familiares y amigos, y presentando ante Él vuestras necesidades y las de todo el mundo… Y, sobre todo, convertís vuestra vida en ofrenda agradable.

Que María abra vuestros ojos y os muestre la grandísima dicha de ser, en medio del mundo, lo que sois: pueblo sacerdotal.