El evangelio de hoy nos pone los pelos de punta y nos los deja como escarpias durante mucho tiempo por poca que sea nuestra sensibilidad, porque la parábola resume la historia de la salvación, tanto la universal como la particular de cada uno.

Se relata como Dios ha cuidado de su pueblo, el de Israel, y lo ha conducido con amor de predilección. Por eso lo ha segregado de entre las naciones y, de diversos modos e insistentemente, le ha recordado que existe para Él. Todos conocemos la Biblia y sabemos de ese amor paciente del Señor que, una y otra vez, sin desalentarse, envía profetas y obra con signos para que el pueblo le dé frutos. Ese dar frutos, en primer lugar, significa reconocer que hay alguien a quien rendir cuentas, es decir, que pertenecemos a Dios. Israel pertenece a Dios y, porque se sabe perteneciendo, lo conoce. Esa historia de amor no correspondido culmina con el misterio de la Encarnación. Pero también Jesús es rechazado. “Vino a los suyos y no le recibieron”, señala lacónicamente Juan en el prólogo de su evangelio, como queriendo evitar mayores juicios. Dicho rechazo culmina con la muerte de Jesús en la Cruz, a las afueras de la ciudad.

He dicho que esa historia es la de cada uno de nosotros, no así la de la Iglesia. Algún iluso pensará, quizás, que él no ha contribuido a la muerte del Salvador. Pero no es cierto, ya que el Señor murió por todos los pecadores y, en ese grupo, querámoslo o no, nos encontramos. La Iglesia, sin embargo, es santa, porque reúne a la comunidad de los redimidos que tienen al mismo Jesucristo como piedra angular. Ello se preanuncia en la parábola.

Siendo verdad todo lo anterior, lo es también y aún más otro hecho: Dios ha reconducido nuestra conducta deicida a favor nuestro. Porque la muerte de Jesús es causa de nuestra salvación. El que ha sido rechazado se sienta ahora a la derecha del Padre investido de poder. Su muerte la hizo ofrenda redentora. Y ahí reluce, todavía más, el poder de su amor. Dios vence al hombre, porque su misericordia es muy superior a nuestro pecado. Es por ello que el final terrible de la parábola, se ha transformado, para nosotros, en salvación.

Dice, “¿Qué hará el dueño de la viña? Acabará con los labradores y arrendará la viña a otros”. Por una parte indica que, cada hombre, debe responder de las gracias que ha recibido, porque la relación con Dios es real. Pero, por otra parte, vemos como Dios ha trocado la venganza anunciada en salvación. La sangre derramada de Jesucristo constituye un nuevo pueblo, el de los hijos de Dios, capaces ya de responder al amor del Padre porque reciben del Hijo la fuerza para hacerlo.

Que la Virgen María nos ayude a contemplar este misterio tan grande de amor y a saber vivirlo.