Hoy escuchamos la proclamación de las bienaventuranzas. En estas palabras que muchos consideran las más bellas salidas jamás de boca humana, Jesús ya muestra la diferencia radical entre la lógica del mundo y la verdad del Evangelio. Forman parte de la sabiduría de la cruz.

Al oír la proclamación de las Bienaventuranzas, se mezcla en nosotros un doble sentimiento. Por una parte, la intuición de que es un mensaje realmente atrayente y hermoso. Por otra, sin embargo, nos imponen una enorme exigencia que parece fuera del alcance de las fuerzas humanas. En la historia de la salvación, Dios ha ido interiorizando el sentido de las bienaventuranzas. En el Antiguo Testamento la felicidad se entiende aplicada a bienes materiales (larga vida, familia fecunda, riquezas…), pero progresivamente el Señor les va mostrando un camino de interiorización. Por eso, se nos muestra que la felicidad que anhela el corazón del hombre está sólo en Dios. Esta verdad estaba ya clara en los inicios del cristianismo. Benedicto XVI, en la encíclica sobre la esperanza se fija en los muchos cristianos procedentes de los estratos más humildes en los inicios de la Iglesia. Y también en todos aquellos que renunciaban a sus posesiones porque habían descubierto un Bien mucho más grande.

Las bienaventuranzas nos llevan a trascender los bienes terrenales para poner nuestro corazón en los celestiales. De hecho, muestran la fisonomía del Corazón de Jesús. Por eso, a la luz de este Evangelio, podemos examinarnos para ver si lo que alegra nuestro corazón es lo mismo que alegra al Señor. Muchos santos son ejemplo de cómo cuanto más renuncian a poner su corazón en las cosas de la tierra mayor es su felicidad.

San Agustín mostró el engaño que suponía poner la felicidad en las cosas del mundo. Decía: “Si amas el mundo, es mundo”. Si nuestro corazón se enamora de las cosas materiales, se va materializando. Consecuentemente, cada vez se sentirá más insatisfecho, porque el hombre está llamado a una vocación más alta. En cambio, al buscar los bienes espirituales se va experimentando la presencia de Dios. Algunos padres espirituales han visto en el empobrecimiento (no sólo material, sino también psicológico e incluso espiritual), e incluso en la precariedad de medios, un signo de la bendición de Dios. En su providencia, Dios va desenganchándonos de las cosas terrenas para que, poco a poco, nos vayamos aferrando sólo a Él.

Las bienaventuranzas se nos presentan como un texto fundamental para los cristianos. Sería bueno que lo aprovecháramos también para nuestro examen diario. La Virgen María fue proclamada bienaventurada por su prima Isabel. Le dio que lo era por haber creído. Que ella nos muestre el camino para vivir según la sabiduría que Jesús nos enseña y que es la fuente de nuestra felicidad.