La parábola del trigo y la cizaña incide en un problema muy vívido y que se reproduce constantemente en la historia de la Iglesia en todos los tiempos y lugares. Es el problema de la coexistencia de buenos y malos. Ya san Agustín señalaba que es imposible saber ahora qué hombres pertenecen ya a la Jerusalén Celestial y cuáles no. El juicio definitivo queda reservado a Dios, que es el único que conoce el interior de los hombres. Pero el evangelio deja clara una cosa y es que Dios sólo es responsable del bien que hay en el mundo, no del mal. La cizaña ha sido sembrada por el Enemigo. Es el signo inequívoco de que en la historia, además de la providencia divina, que es la rectora, intervienen otros factores que distorsionan y dificultan las cosas. Es el misterio de la iniquidad y del pecado. El mal sólo se sostiene sobre el bien, al que parasita y es causa de innegable sufrimiento para algunos. La Parábola, sin embargo, anuncia la victoria final de Dios sobre el mal, cumpliéndose la justicia y el poder de que habla la primera lectura.

El problema del mal es muy grande y, quizá, el sufrimiento del inocente es la mayor objeción a la bondad divina. En el Catecismo se nos dice que toda la Revelación es una respuesta al misterio del mal. Mirar el mal muchas veces paraliza y puede llevar a la desesperación. Hoy en día hay una gran tentación nihilista porque se percibe con mayor claridad el mal de que es capaz el hombre. Para asumirlo en nuestra vida hay que dar un rodeo que pasa por contemplar la bondad de Dios.

Ese camino que muchos no quieren seguir nos llevará a veces a la abnegación, otras a comprender la sabiduría de Dios, quizás nos mueva a cambiar de vida y a luchar por ser mejores o simplemente nos traerá consuelo. Pero es un camino que hay que seguir, porque por muchos males que haya en el mundo mucho mayor es la bondad de Dios.

La primera lectura apunta una causa de ese mal, y es el deseo de Dios de sacar un bien de ello. A veces una enfermedad cambia el corazón o hay personas que son probadas por el sufrimiento y gracias a ello sacan lo mejor de sí mismas. En cualquier caso, Dios es paciente con nosotros los hombres y sigue cuidando no sólo de la historia universal, sino también de cada uno de nosotros. Y, hemos de reconocerlo, a veces en nuestro corazón se junta muy poco trigo con mucha cizaña, pero Dios no nos destruye porque nos ama.

El salmo, al cantar la misericordia de Dios y decirnos que Él es lento a la ira y rico en piedad, nos ayuda a entender algo. San Agustín ya decía que Dios no permitiría ningún mal si de Él no pudiera salir un bien mayor. Y eso vale para todo, para soportar los defectos del prójimo e incluso nuestras propias debilidades. Pero también es evidente que Dios no quiere la cizaña, y por eso nosotros también debemos evitarla. Los santos lograron quemarla en el fuego del amor de Dios.