Ez 43, 1-7a; Sal 84; Mt 23, 1-12

«Hijo de Adán, éste es el sitio de mi trono, el sitio de las plantas de mis pies, donde voy a residir para siempre en medio de los hijos de Israel». ¡Quién iba a decirle a Ezequiel, cuyos ojos se iluminaron ante aquella visión del Templo lleno de la gloria de Dios, que aquel lugar escogido por Yahweh para habitar sería el alma humana, de la que el Templo era tan sólo figura y anticipo! ¡El alma humana, tan castigada por el pecado, tan ultrajada y desolada por innumerables dolores y angustias! ¡El alma humana, de la que un día, muy lejano y muy cercano a la vez, fue expulsado por la desobediencia, y que desde entonces se había visto convertida en el lugar de encuentro de todas las soledades! Ese alma, nuestra alma, iba a ser bañada en la Sangre del Hijo de Dios, purificada de todos sus crímenes, y, embellecida hasta la realeza por la gracia, iba a ser convertida en morada de Dios Trino, en alcoba real, en palacio digno de todo un Dios!

Frente a la incapacidad de las doctrinas farisaicas, que hoy denuncia el Señor en el evangelio, para llevar a la práctica la Ley, en nuestras almas habita quien es el mismo Amor, plenitud de la Ley. Debiéramos, a menudo, llevarnos la mano al pecho, y decirnos muchas veces, hasta que lo creamos: «alma, qué hermosa eres; has sido escogida para albergar a todo un Dios; sonríe, alma, porque tu Hacedor se ha enamorado de ti, y ha venido a habitar en tus entrañas; alégrate, alma, porque tienes el cielo entero dentro de ti, tú que un día te lanzaste por caminos de muerte; alaba a tu Dios, alma mía, porque Él es tu huésped… Y recuerda, esposa de Yahweh, que ya no te perteneces; has sido comprada a precio de Sangre, y consagrada con el agua bautismal. No permitas que more ya en ti nada impuro, puesto que eres casa de Dios; no dejes entrar en ti las insidias de los siete pecados capitales, ni albergues en tu interior los odios y rencillas del Maligno, porque estás consagrada a tu Señor; que Él, y sólo Él, sea quien llene tu casa por siempre».

¡María, mujer llena del Espíritu Santo! ¡Primer templo de Dios! Muéstranos la belleza de nuestras almas en gracia, hasta que el gozo nos haga estremecer, y temamos, más que ninguna otra cosa en este mundo, empañar semejante brillo con el más mínimo de los pecados.