Jb 31, 1. 12-21. 40, 3-5; Sal 138; Lc 10, 13-16

«Job respondió al Señor: «Me siento pequeño, ¿qué replicaré? Me taparé la boca con la mano»». El libro de Job ha desfilado muy deprisa ante nuestros ojos. Estamos ya en el desenlace, y apenas sabemos cómo hemos llegado hasta aquí… dejamos a Job con sus cavilaciones y sus lágrimas, envuelto en un dolor inmenso, y ahora nos lo encontramos de rodillas, cubriéndose la boca con la mano y rendido ante Dios… ¿Qué ha sucedido entre las dos escenas?

Ha sucedido que a Job le han visitado unos amigos, y esos amigos le han probado con una de las tentaciones más sutiles con que puede ser probado el hombre que sufre: la de buscar explicaciones y encontrar culpables. Se trata, en definitiva, de reducir el dolor a la categoría de un problema, como si fuera una ecuación de segundo grado y todo el reto consistiese en despejar la incógnita. En el caso de Job, se tratará de buscar un pecado oculto que sea la causa de todas las desgracias. Nosotros tenemos fórmulas menos sofisticadas; en eso hemos retrocedido. El gran reto de quien sufre consiste en buscar a alguien que tenga la culpa de todo. Si no se encuentra a la primera, hay que suponer segundas intenciones en los prójimos, porque seguramente el cabrón anda disfrazado entre los amigos. En último caso, siempre cabe echarle la culpa al «sistema», a alguna estructura opresora y desalmada dispuesta a cargar con todas las maldiciones. Y si ni siquiera por este camino encontramos la solución, entonces vamos al médico y que resuelva el problema él, que para eso le pagamos.

Dios se enfadó: vio al hombre enredado en sus padecimientos como un mecánico del dolor empeñado en encontrar la avería entre los bajos del automóvil, rebuscando detrás de las bielas y desmontando las piezas del motor mientras se embadurnaba de grasa… Y, no pudiendo contenerse, Dios gritó desde los cielos. Su grito podría resumirse así: «¿Tú quién te has creído que eres? No sabes nada, no eres sino un niño que balbucea… ¿Y osas desentrañar la obra que sale de mis manos?»… Job salió, manchado hasta arriba de grasa, de debajo de su automóvil, tembló ante las palabras de Yahweh, se dejó cubrir por el sonrojo… Y entendió al fin. El dolor no es un problema que hay que resolver, sino un misterio ante el que hay que arrodillarse. Job se vio de repente ante un abismo, aunque él no sabía que se trataba del abismo de la Cruz. Se sintió pequeño, muy pequeño, y se llevó la mano «ad orem», a la boca. Aprendió a adorar a Dios en el Calvario…

Aprende tú también. No busques culpables, no le pidas explicaciones a Dios… Haz cuanto esté en tu mano para evitar el sufrimiento sin ofender al Señor, pero no lo reduzcas todo a eso: arrodíllate, que estás ante un misterio. Deja que las manos de María, al pie de la Cruz, tapen tus labios, y adora junto a Ella…