Acabadas las olimpiadas, con todo su derroche de magnificencia de las capacidades del cuerpo humano, han comenzado las paraolimpiadas. Atletas cojos, mancos, ciegos, con todo tipo de minusvalias muestran la capacidad de los hombres de superarse a pesar de las dificultades. Es impresionante ver cómo se superan, participan en equipo y hacen cosas que, mirándolo desde el sillón de nuestra valía, parecen imposibles. No comparten la atención mediática de las olimpiadas, pero comparten con ella el honor y la gloria.
“Ya sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio. Corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones. Ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita. Por eso corro yo, pero no al azar; boxeo, pero no contra el aire; mis golpes van a mi cuerpo y lo tengo a mi servicio, no sea que, después de predicar a los otros, me descalifiquen a mí.” San Pablo utiliza la imagen de los deportistas y, aunque en nuestra soberbia nos consideramos olímpicos, somos más bien paralímpicos. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?” Los atletas paralímpicos necesitan a alguien a su lado, nosotros necesitamos estar al lado de Cristo.
La soberbia es ese pecado que nos hace creernos auto-suficientes. La soberbia siembra en la raíz de la vida la ilusión de que si somos virtuosos, si somos apostólicos, si somos capaces de sufrimiento e incluso bastante entregados, se debe a lo buenos que somos. Es la actitud del que le está haciendo permanentemente favores a Dios. Se va distanciando de los demás ya que no son tan virtuosos como él. Se acerca a los demás movido por “su” misericordia (no la de Dios), para darle al mundo una lección de humildad y saber hacer. Suelen ser personas de relumbrón, pero que sólo brillan un instante. Ante las contradicciones suelen apartarse más del mundo o venirse abajo.
“¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Hermano, déjame que te saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.” La actitud del verdadero hijo de Dios es la de la humildad. Sabe que necesita a Jesús a su lado para indicarle sus errores y arrancar su soberbia. Sabe que poco puede hacer, sino abrir las puertas al Espíritu Santo y pedirle que llene las almas de los que le rodean. Predica desde la pequeñez, sabiendo que es un mero instrumento en manos de Dios. “ El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio.” Simplemente sirve y eso a Dios le sirve. No se busca a si mismo, sufre no por él sino por el Evangelio y sabe que si se alejase de Dios podría perderse. No mira a los demás desde arriba, sino que se hace “ esclavo de todos para ganar a los más posibles.”
Sinceramente, prefiero ser paralímpico guiado por Cristo que mostrar un cuerpo escultural para ganar una medalla de oro para mi sepultura.
La Virgen es la mejor entrenadora, ella nos guía en medio de nuestra ceguera para poner nuestra mano bien aferrada a la mano de Jesucristo. El Papa ha ido a ver a la Virgen, nos unimos a él.