Ex 23, 20-23a; Sal 90; Mt 18, 1-5. 10

El pensamiento occidental se ha vuelto loco… Todo comenzó hace tres siglos, cuando Descartes cerró los ojos y, envolviendo en un enorme paréntesis toda la realidad ajena a su persona (Dios incluido), gritó: «¡Pienso, luego existo!». Lo malo no fue que lo gritase. Uno puede gritar cualquier estupidez en la bañera de su casa sin cambiar el mundo ni enfriar el agua caliente. Lo malo es que ese grito suscitó discípulos como hongos bajo la lluvia que han convertido a Europa en un templo tan colosal como ridículo consagrado al bípedo implume. El dichoso «cogito» supuso desplegar el mapa de la realidad, señalar con el dedo un puntito insignificante como un hombre, y proclamar: «¡Aquí está el centro de gravedad! Si queréis admitir más seres, debéis hacerlos rotar en torno a este puntito». Desde entonces, Occidente también ha tenido sus Galileos, que le recordaban que no gira Dios en torno al hombre sino el hombre en torno a Dios, pero los ha quemado a todos en la hoguera de la razón suprema. Juan Pablo II es uno de ellos.

Era previsible que Occidente dejase de creer en Dios. Al fin y al cabo, Dios es un invitado molesto: si le dejas entrar en el mapa, siempre acaba reclamando el punto central, y el burgués no está dispuesto a cederle a nadie ese trono. Tiene un dios, sí, pero es un dios al servicio del hombre, un garante de sus deseos y anestesista de su conciencia, un dios fámulo al que habría que cambiar el nombre.

Por eso los ángeles se han puesto de moda en Occidente. Los vistió de largo la «New Age», y fueron muy bien recibidos. Al fin y al cabo, un ángel es el perfecto fámulo. Es servicial, simpático, luce bien en Hollywood, y nunca reclama el puesto central.

Además, devuelve al bípedo implume a sus sueños de la infancia. La mitología y el romanticismo visten mucho. Se hizo «City of Angels» (primero fue la «Autopista hacia el cielo» de Michael Landon, y «¡Qué bello es vivir!», de Capra), se produjo en España aquel engendro llamado «Sin noticias de Dios»… Y ya tenemos a un montón de cursipedantes sin querer saber nada de Cristo o de la Iglesia, pero creyendo en los ángeles a pies juntillas. En un colegio cercano al lugar donde vivo se enseña a los niños la «euritmia» o «baile de los ángeles»… ¡Total, como Fred Astaire, pero con alas! ¡Manda huevos!
Todo esto se parece más a los duendes o al genio de la lámpara que a los ángeles.
Los ángeles de la Escritura sólo obedecen a Dios, y señalan el camino que conduce a Él. Nuestro ángel custodio es un amigo dispuesto a ayudarnos en las menudencias de la vida cotidiana. Pero, sobre todo, quiere enseñarnos a obedecer a Dios para llevarnos al Cielo. No confundamos los términos.

Hoy he felicitado a mi ángel, he felicitado a María, la Reina de los Ángeles, me he felicitado a mí mismo y os felicito a vosotros. Esos seres celestes son la prueba de que Dios nos ama. Pero -no lo olvidemos- ese Amor quiere ser respondido con obediencia. Descartes lleva tres siglos muerto.