La piedad popular, con razón, ha imaginado a Jesús cariñoso con sus padres. No podemos dudar de que así fue. Pensar lo contrario no se avendría ni con la persona de la Virgen ni con la del Verbo encarnado. Ahora bien, la mayoría de los textos evangélicos en que aparece María Jesús marca una cierta distancia de ella. El sentido común nos indica que es la persona a la que estaba más íntimamente unido. Ella pertenece al mismo orden hipostático y había sido bendecida por Dios con gracias singularísimas como su Concepción Inmaculada. ¿Qué se esconde tras ese modo de proceder del Señor?

Con temor y temblor sugiero algo. La actitud de Jesús es congruente con la de María, que siempre fue muy reservada. El Señor, con sus palabras, sigue encubriendo su misterio para que, más allá de la verdadera relación biológica que tiene con ella, es su Hijo, no se olvide la relación en el orden de la gracia. Tendemos a humanizar demasiado las cosas, olvidándonos de la relación que gratuitamente Dios establece con nosotros. Jesús encubre a María y así la protege. No quiere que nadie la coloque debajo del lugar que merece. Nuestros elogios, viene a decir el Señor, siempre estarán por debajo de la consideración en que Dios tiene a la llena de gracia.

Por eso Jesús corrige el natural entusiasmo de aquella mujer del pueblo. No le dice que sus palabras estén mal, sino que le enseña a mirar más alto, a ser más profunda. No quiere que le pase inadvertido el verdadero misterio que se oculta en su Madre. No es una mujer más, como tantas otras. Es mujer como ellas, pero ha sido predestinada por Dios para una misión especial. Esa relación con la Madre de nuestro Salvador nos es accesible a través de la fe. Para ello debemos escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica.

San Pablo, en la lectura de hoy nos da una enseñanza complementaria. Al insistir en la primacía de la fe sobre las obras señala que lo más grande que hay en nosotros es lo que produce la gracia. Quedarse en una mirada sólo humana sobre nosotros mismos significaría desconocer la acción de Dios y, al mismo tiempo, no darnos cuenta de las maravillas que obra la gracia.

Mañana es el día de la Virgen del Pilar. Al coincidir con un domingo no celebraremos la misa propia de esa fiesta, pero la tendremos presente. En Zaragoza la Virgen se nos aparece en una imagen diminuta, pero levantada sobre un gran pedestal (el Pilar). A su humildad corresponde la grandeza que Dios le ha concedido en su plan de salvación. Que María, cuyo corazón rebosaba conocimiento y amor hacia su Hijo nos ayude a comprender mejor sus palabras y nos acompañe en el camino de la vida a fin de que podamos cumplirlas.