Ez 47,1-2.8-9,12; Sal 45; 1 Co 3,9c-11.16-17 y Jn 2,13-22

Bonita ocasión se nos presenta este domingo de ver quiénes somos: edificio de Dios. El evangelio de Juan nos acerca hoy al templo, pero ¿qué encuentra en él?, negocio. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas, junto a los cambistas sentados en sus mesas. Se ha convertido el templo en mercado; no es casa de oración. Ellos se han apoderado del templo para sus negocios. Jesús, haciendo un azote de cordeles, los echó de allí. ¿Puede ser el templo ocasión de negocio?, ¿lo son nuestros templos? No lo creo. He visto incluso muros que separan lo exterior del templo, lo que no pertenece al templo, de su interior, que quiere ser de verdad casa de oración.

Pero, en todo caso, ahí no está el punto decisivo para nosotros. Nosotros mismos, ninguna edificación, nuestros cuerpos, son el edificio de Dios, su templo. Tú y yo, nosotros, la Iglesia. ¿Estamos nosotros, tú y yo, la Iglesia, llenos de vendedores y cambistas?, ¿deberá entrar el Señor con el azote para purificarnos? Si así fuera, no saldrían del templo las corrientes de agua que manan de él por el levante y por el mediodía. ¿Nos habremos convertido en secarral del que no fluye el agua de la misericordia, de la ternura, del cariño? ¿Será que lo nuestro es el dinero, el negocio? Si fuera así, nada crecerá en derredor nuestro. No daremos frutos. No habrá cosechas. La muerte de Cristo en la cruz habrá sido en vano.

Porque somos edificio de Dios. Lo es nuestra carne, todo lo que somos. Pablo, con el don que recibió, colocó el cimiento, luego vinieron otros que levantaron el edificio. Edificio de carne. Edifico que es la Iglesia, de la cual Jesucristo es cabeza y nosotros miembros. Edificio que es tu carne y la mía. Pero continúa san Pablo, contradiciéndose con la metáfora que acaba de emplear, nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Cristo. El diseño, el cimiento, los muros, los tejados, todo es de él, realizado en nuestra carne resplandeciente por la gracia. El querer y el hacer, el entero edificio es gracia. Por eso somos templo de Dios, por eso el Espíritu de Dios habita en nosotros. Templo santo. Que nadie lo destruya. Y ese templo somos la Iglesia, nosotros, tú y yo.

Cuando nos acercamos al edificio que es la iglesia, la de la basílica de Letrán y la nuestra, cualquier iglesia, entramos en una casa consagrada a la oración, en la que encontramos a Cristo mismo en el sagrario pendiente de nosotros. Esperando que nosotros seamos edificio suyo, del que mane a derecha e izquierda el agua que procede en nosotros de la gracia. Deseando que seamos edificio en el que habite el Espíritu. ¿Será así en nuestro cuerpo, en todo esto que somos? ¿Seremos verdaderamente edificio de Dios? ¿Se notará en nuestros gestos, palabras, acciones, en nuestros deseos, en nuestras imaginaciones y razones? Como dice el prefacio de hoy —con frecuencia los prefacios y las oraciones dan en la diana de la estricta y austera comprensión de aquello de lo que se trata—, damos gracias a Dios, Dios Padre, porque habita en nosotros para hacer de nosotros, con ayuda de su gracia, ¿cómo si no?, templos del Espíritu, resplandecientes por la santidad de vida. Todo se nos da ahí. De nosotros mana el agua de misericordia, pero es el Padre la fuente originaria en Cristo Jesús.