2Jn 4-9; Sal 118; Lc 17, 26-37

«Donde se reúnen los buitres, allí está el cuerpo»… ¡El cuerpo! No me tiemblan las manos al escribir que nadie, a lo largo de toda la Historia, ha amado, venerado y cuidado tanto al cuerpo como los cristianos. Nuestra fe, que hunde sus raíces en la Encarnación del Verbo, está tan ligada al cuerpo humano que es imposible separarla de la carne sin corromperla. De esta certeza nacen las durísimas palabras del discípulo amado: «han salido en el mundo muchos embusteros, que no reconocen que Jesucristo vino en un cuerpo de carne. El que diga eso es el embustero y el anticristo».

Griegos y romanos reventaron sus cuerpos en orgías y bacanales; los abrasaron en la concupiscencia bajo el pretexto de una prostitución sagrada. Pero nunca llegaron a adorar un cuerpo, rindiéndole el tributo que sólo a Dios se debe… Nosotros sí. En la Eucaristía, es un Cuerpo Humano el que adoramos. Parecería una blasfemia si no fuera porque es verdad. Y, puestos a decirlo claramente, es un Cuerpo Humano el que ofrecemos cada día en Sacrificio sobre el altar. Toda la Iglesia está agrupada en torno a un Cuerpo Humano, que es el Cuerpo de Cristo, y todo el Cosmos con sus astros, sus planetas y satélites, y la Historia entera giran en torno a un Árbol, el de la Cruz, cuyo fruto es ese mismo Cuerpo entregado por los hombres hasta la extenuación. Quien se separa de ese Cuerpo se aleja definitivamente de Dios. No se puede llegar más lejos en la exaltación del barro.

La glorificación del Cuerpo de Cristo, su entrada en el eternidad y su ascenso a la derecha del Padre tienen una repercusión inmediata sobre el cuerpo del cristiano: como miembros carnales del Hijo de Dios, nuestros cuerpos son sagrados, son templos del Espíritu y cauces redentores por los que la gracia fluye. Lo sepamos o no, vivimos en una patena. Cuidamos y veneramos nuestros cuerpos porque reconocemos en ellos la sacratísima y misteriosa presencia de la Carne de Cristo. Y, yendo mucho más allá que aquellos griegos y romanos cuando sepultaban sus miembros en la ciénaga de la pasión descontrolada, nosotros cuidamos nuestros cuerpos con la castidad y la penitencia. La penitencia, si es cristiana, es siempre cariñosa. Castigamos nuestra carne porque la amamos apasionadamente. La subimos a la Cruz porque sabemos que allí está, junto a la del Hijo de Dios, abrazada para la eternidad. La sumergimos en la Pasión de Cristo para recuperarla glorificada junto a la suya. La mantenemos casta, porque sabemos que la castidad es el beso que la carne obediente tributa a Dios, y el beso de Amor con que Dios sella la carne obediente. Os aseguro que ningún cuerpo humano ha expresado en esta tierra más amor que el Cuerpo Crucificado de Cristo entregado por los hombres.

Esos miembros llagados reventaron de Amor.

Nuestros cuerpos están destinados a recibir el beso de la Virgen: beso de unos labios húmedos sobre unas mejillas hambrientas… ¿Cómo no amar nuestros miembros?

¡Bendito cuerpo, eres tú quien me une más fuertemente a Dios!