Jr 23,5-8; Sal 71; Mt 1,18-24

He puesto Virgen con minúscula en el título no por desprecio de María, sino para hacer vez —¡mirad!— lo imposible: que una virgen que no ha conocido varón esté de parto. Algunos miran y remiran en la biología, pero, lo sabemos bien, la biología sigue la obra de creación y de redención. Grandeza del misterio.

Mirad, que ya llegan esos días, ¿Qué días? Cuando el Señor suscitará en David un vástago legítimo que reinará en la tierra. Será prudente, hará que reine la justicia y el derecho. Mirad, que llegan días. ¿Dónde nos lleva el Señor la mirada para que veamos florecer la justicia, y la paz abunde eternamente? ¿Qué miraremos? ¿En dónde se nos va a dar esa ternura del Señor hacia nosotros? ¿Quién nos viene de parte del Señor de misericordia?

El pobre clamaba, y él, el Señor mismo, lo librará: llega el tiempo de su liberación. El afligido que no tenía a nadie que lo acogiera, tendrá ahora un protector de fuerza inmensa, infinita, que se apiada del pobre y del indigente. Ellos, tirados ahí como escoria sin valor, sin interés para nadie, de pronto encuentran quien salva al pobre.

¿Quién hace esas maravillas? El Señor. ¿Cómo las hace? El trozo del evangelio de Mateo que hoy leemos nos indica la tensión de la escena. Nos lo dice con palabras escuetas y solemnes: la concepción de Jesús, el Mesías, fue así. Se da en la historia, en eso que a partir de ahora se convierte en nuestra verdadera historia, en historia verdadera: una intervención de Dios que nos llena de asombro. Por su intervención salvadora, quien era virgen, desposada con José —la llegada a la consumación del matrimonio desde los esponsales era cosa larga entre los judíos—, pero con quien todavía no había tenido comercio carnal —¡eran otros tiempos!—, se encuentra preñada, viendo que esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. No tengas miedo en llevarte a María, virgen, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Mateo nos señala que las cosas suceden así para que se cumpliera la Escritura, acto que en su evangelio era esencial en la venida, en la historia, en la muerte de Jesús sobre la cruz y su resurrección. Porque con esta historia singular se cumplía la Escritura.

Mirad, quien era virgen, quien no había conocido sino al Señor, concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros, había profetizado Isaías (7,14, en la versión de los LXX). El texto hebreo, el que llaman masorético, decía así: la joven está encinta y da a luz un hijo. La vieja traducción griega de los LXX, la utilizada desde dos siglos antes de Jesús, la de la mayor parte de los judíos de la diáspora, es decir, la gran mayoría de los judíos, es la que utilizaban los cristianos también. Esas eran sus Escrituras. ¿Virgen, doncella? Notad que en la escena que nos refiere Mateo —también Lucas— es esencial la diferencia. En un caso es un acto asombroso de Dios. Así acontece con María, quien espera, no de José, aunque, adoptándolo, sea quien dé al hijo su genealogía, sino del Espíritu Santo. En el otro, en cambio, toda preñez es también obra de Dios, acogida por la mano del Señor, obra de sus manos. Un niño es siempre, también, obra de Dios.

Faltan seis jornadas para que lleguen los días de la encarnación del Verbo.