Heb 10, 11-18; Sal 109; Mc 4, 1-20

«Está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que «sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies»». Si el propio Cristo, sentado a la derecha de Dios, espera pacientemente a que su triunfo se extienda a todos los hombres y a que el Enemigo sea derrotado para siempre… Si, tal y como dice la Carta a los hebreos, el Demonio, aunque enrabietado colea y se revuelve, está herido mortalmente, y Jesús aguarda desde el Cielo a que él, el pecado, el sufrimiento y la muerte exhalen su último suspiro… ¿Por qué tenemos nosotros tanta prisa? ¿Por qué lo queremos todo «para ya mismo» y no somos capaces de soportar pacientemente las contrariedades en la esperanza de que el triunfo final está asegurado? Quizá deberíamos mirar más esos ojos serenos del Señor.

«Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados». Si se nos dice, con toda claridad, «los que van siendo consagrados», en lugar de «los que han sido consagrados del todo en un momento»… Si ese «van siendo» significa que la santidad se extiende poco a poco por el hombre a través de una lucha prolongada y arrancando a su paso lágrimas y sangre… ¿Por qué nos enrabietamos cada vez que vemos en nosotros pecados y debilidades? Está bien que nos duela la infidelidad por haber ofendido al Amor. Pero ese dolor que más que dolor parece rabia, esa secreta soberbia que fustiga el alma cuando descubrimos que no somos «impecables»… ¿A qué viene? Si Cristo es misericordioso con nosotros, y soporta pacientemente nuestras ofensas mientras nuestra lucha, ayudada por su Espíritu, llega a plenitud… ¿Por qué nosotros no somos misericordiosos con nosotros mismos? ¿Por qué tenemos tanta prisa en «ser perfectos»? ¿De verdad es por amor a Dios? ¿No será por una especie de «vanidad mística»? Quizá deberíamos mirar más esos ojos serenos del Señor.

«Nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno». Sí, pero… Desde que el grano alcanza la tierra hasta que la espiga echa sus brotes, ¿cuánto tiempo media? ¿No sucede, también, poco a poco? Y, si el Divino Sembrador es capaz de esperar pacientemente a que la Palabra dé fruto en nuestras almas… ¿Por qué nosotros queremos ver cumplidos al instante nuestros buenos propósitos? ¿Por qué los abandonamos cuando nos hemos visto derrotados una y otra vez? ¿Por qué no sabemos levantarnos mil veces de nuestras caídas y volver a empezar, sabiendo que el grano no se vuelve espiga de hoy para mañana? Quizá deberíamos mirar más esos ojos serenos del Señor.

Mostré, hace unos días, a unos amigos, los ojos del Crucifijo de la capilla desde donde los vio la Virgen: desde abajo… Todo en ellos dice, a la vez que sufrimiento rendido, paciencia, infinita, serena y gozosa paciencia. Uno queda con mucha paz después de haberlos mirado. Parece que se hubieran pasado las prisas. La Virgen, sin ninguna duda, en el Calvario miró mucho esos ojos serenos del Señor.