Is 43, 18-19.21-22.24b-25; Sal 40, 2-5.13-14; 2Co 1, 18-22; Marcos 2, 1-12

El salmo de hoy nos dice “dichoso el que cuida del pobre y desvalido”, y en el Evangelio encontramos un buen ejemplo de ello. Cuatro hombres conducen a un amigo suyo, paralítico, al encuentro con el Señor. Son muchos los aspectos que podemos señalar de esta escena, por otra parte tan gráfica y sugerente, pero nos quedaremos con dos. El primer aspecto es la “imaginación de los santos”. Se nos dice que la casa estaba a rebosar. Eran muchos los que habían acudido a escuchar al Señor y, como quien dice, ya no cabía ni una aguja. Pero aquellos hombres, lejos de desanimarse, encontraron un nuevo camino. Abrieron un boquete en el techo y por él descolgaron la camilla con el amigo enfermo. En esa acción se conjugan dos cualidades propias de los santos: la imaginación para encontrar una salida cuando todas las vías parecen cortadas, y la audacia.

Además, cuando Jesús cura al paralítico, nos dice el evangelio que lo hace por la fe “de ellos”, es decir, de los amigos. Quizás de los cuatro y el paralítico. En cualquier caso, en esta escena interviene la fe de aquellos hombres, que mueve el Corazón de Jesús. Hoy sigue siendo así y Dios obra muchas cosas gracias a la fe de otros. Por eso es bueno pedir por los demás y ayudarlos, en las cosas materiales y espirituales. También es bueno que consideremos cuántas gracias hemos recibido porque otros han pedido por nosotros. Esos hombres son también imagen de la Iglesia que, continuamente, pone a los pies de Jesús a tantos hombres y mujeres necesitados de salvación. Y Jesús los sana por la fe de la Iglesia. En la misa decimos: “No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”. Esto es lo que en ese momento, y también hoy, hizo Jesús.

El segundo aspecto que podemos considerar es la multitud que rodea a Jesús y que impide acercarse al paralítico. No obran de mala fe, pero estorban. Se ve por la actitud de los letrados que murmuran dentro de sí. Están junto a Jesús físicamente, pero a miles de kilómetros de distancia espiritual. Ocupan un lugar, pero no dejan que los demás se acerquen a la salvación. No deja de ser curioso que, estando tan llena la casa, nos indique el evangelio que aquellos hombres estaban sentados.

Esos hombres, sin embargo, también nos dicen algo sobre la Iglesia. Porque quizás nosotros a veces estamos de esa manera. Juzgamos, intentamos reducirlo todo a nuestras categorías racionalistas o a nuestros prejuicios y no dejamos que la acción de Dios se manifieste. Además, podemos ser culpables de que, por ello, otros no se acerquen a Cristo. Podemos estar taponando inútilmente la puerta.

La pertenencia a la Iglesia comporta el abrirse continuamente a la acción del Espíritu Santo. Es lo que anuncia el profeta Isaías: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?” La Iglesia está viva y hay que estar muy atentos a su caminar. Hay que tener el corazón en sintonía con la vida de la Iglesia para que podamos ser instrumentos válidos de la salvación del Señor, como aquellos cuatro hombres que, de forma inesperada, encontraron un camino para que Jesús realizara un milagro.