Dt 30, 15-20; Salm 1, 1-6; Lucas 9, 22-25

Para san Pablo la cruz formaba parte del núcleo de la predicación cristiana. Nada podía entenderse sin la Cruz, en la que Dios había mostrado su amor a los hombres. No se trataba de que un hombre hubiera ofrecido su vida por Dios, sino de que el mismo Dios, había entregado la suya para salvarnos, y ello a pesar de ser nosotros pecadores. Por eso decía el Apóstol que no se avergonzaba de la Cruz de Cristo.

En el Evangelio de hoy se nos habla también de la cruz. De la de Jesús y de la nuestra. Pero la nuestra no debe entenderse como algo propio, en la que Dios no tiene nada que ver. Al contrario, el Señor la vincula con la suya. Nuestra cruz se entiende sólo en su seguimiento. Sin Él no es portadora de salvación. Al igual que muchas personas habían muerto crucificadas en el imperio romano, y ninguna de aquellas muertes trajo nada al mundo, sólo dolor.

Por eso hemos de leer la invitación del Señor en unión con su ofrenda en el Calvario. Así nos lo da a entender cando nos invita a seguirle después de anunciarnos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Para salvar nuestra vida hemos de estar unidos a la Cruz del Señor. En principio nuestra razón se revela contra ello. ¿Cómo puede ser que Dios me salve muriendo de una forma tan cruel e ignominiosa? Si la pregunta no tuviera respuesta la perplejidad nos dejaría inmóviles. Pero quien muere, lo hace por amor, y vence a la misma muerte resucitando.

La Cuaresma, en el día de hoy, nos invita de manera particular a contemplar la Cruz de Cristo. Con la mirada puesta en Él, hemos de iniciar este camino de conversión. Continuamente queremos asegurar nuestra vida, ganarla en el horizonte de lo meramente terreno. Quizás, por ejemplo, la actual crisis económica, nos lleva a ser más avaros con nuestro dinero, para asegurar nuestra vida, cuando la lógica de la Cruz nos invita a ser más sensibles con quienes pasan necesidad, que es una manera de dar la vida, de entregarla para que no se pierda.

En estos días se nos invita a redescubrir lo más preciado de nuestra vida, y a darnos cuenta de que nuestro Salvador es Jesús. Perdemos tanto tiempo intentando asegurar nuestra existencia con otros medios, que al final se revelan ineficaces y aún nos destruyen más, que parece una necedad no centrarse en lo esencial. Como no es fácil cambiar repentinamente, la Iglesia nos invita a las prácticas penitenciales, del ayuno, la abstinencia, la limosna y la oración. Su práctica no sólo nos desapega de los afectos desordenados, sino que ensancha nuestra alma para comprender mejor y gustar, el amor que Dios nos tiene.

Que la Virgen María nos ayude a permanecer en el seguimiento de Jesús, a llevar nuestra cruz junto a la suya, que es la que hace soportable la de todos.