Alguna vez he relatado aquí la vez que conté la parábola del hijo pródigo a un chaval de 18 años que jamás la había escuchado. Con el mismo interés, asombro y emoción por saber el final deberíamos escuchar hoy en el Evangelio de la Misa. La verdad es que deberíamos escuchar con esa actitud las lecturas de todos los días, pero en algún momento hay que empezar. Piensa que el Señor te está hablando a ti, está hablando a la Iglesia de hoy y al mundo actual. Una de las grandezas de la Palabra de Dios es que es atemporal y siempre llega al corazón del hombre, sea cual sea su situación. Así que vamos con el hijo pródigo como si jamás hubiéramos escuchado nada de él.
“Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. » Se puso en camino adonde estaba su padre.” El pobre chico había llegado a una situación insoportable. ¡Qué mal se está lejos de Dios!. El pecado se presenta como una liberación, salimos del yugo de la casa del Padre y nos lanzamos a ser nosotros mismos. Algo que llama la atención de la parábola es que el hijo no se va con las manos vacías. Podríamos pensar que al irnos de casa deberíamos dejar todo lo que nos ha sido dado (que es todo), pero nos vamos con la parte de la herencia que nos toca. Es decir, Dios no abandona a sus hijos ni cuando se marchan. Pero cuando uno está lejos de la Iglesia tiende a desdibujarla, a olvidarse (a lo mejor nunca lo hemos pensado) qué es la Iglesia. Con el tiempo se olvida que es hijo y recuerda la casa de su padre como llena de jornaleros. Aún así el trato del Padre a los jornaleros es mucho mejor que el que da el mundo a sus hijos. Por eso puestos a ir a algún sitio lo mejor es volver a casa. Es curioso el escándalo que se forma cuando alguien deja la Iglesia y el silencio con el que se vive la vuelta de tantos cientos de hijos pródigos que volvemos a casa día tras día, algunos después de muchos años de cuidar cerdos. Muchas veces nos vamos dando un portazo, gritando nuestro derecho a vivir en cualquier otro sitio. Pero la vuelta se hace en el silencio de un abrazo, en dos miradas que se comprenden, que no admiten justificaciones ni excusas mal traídas. A muchos se les hace “cuesta arriba” volver a la Iglesia pues han olvidado la misericordia, el mundo es inmisericorde con los suyos, no perdona una, y piensan que van a entrar por la puerta trasera de la Iglesia. Pero “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos.” Y en el fondo del mar, matarile, rile, rile, se quedan nuestros pecados. Nadie tiene derecho a considerarte de segunda y si lo hace -como el hijo mayor-, se equivoca y recibirá otra lección de misericordia del Padre.
Por eso puestos a ir a algún sitio volvamos a casa, a la Iglesia. Animemos a muchos a volver, salgamos a los caminos e invitémosles a volver, con alegría, con esperanza. Sería una lástima que un día Dios nos presente a todos los que viven lejos de la Iglesia en nuestro entorno y nos pregunte ¿Qé hiciste tu para que volviesen a casa? Y tengamos que darle la callada por respuesta. Si vivimos la Iglesia con gozo, a pesar de nuestras miserias e indignidades-, animaremos a otros a volver para recibir el abrazo de su Padre del cielo y de sus hermanos de la tierra.
Para no perderse por el camino y acabar en casa de otro lo mejor es fiarse de las indicaciones de María, ella nos ayudará a disfrutar de la Iglesia y a ser camino de vuelta para muchos.