Han reformado la sala de catequesis de mi parroquia. Entre otras muchas reformas necesarias, una de las más reconfortantes consistió en retirar de la pared y convertir en astillas un mueble que debía tener tantos años como carcoma. Hasta que no hubo salido de la sala la última astilla del artefacto, no reparé en la mancha de humedad que empapaba la pared, y que el viejo armatoste escondía pudorosamente. Pregunté a quienes se disponían a pintar la sala -ingenuo de mí-: «Ahora, cuando pintéis, ¿desaparecerá la mancha de humedad de la pared?»… Se echaron a reír: «claro que desparecerá. Pero la tendrá usted de vuelta en cosa de seis meses; en menos, si llueve mucho. El foco de humedad es mucho más profundo, y para eliminarlo habría que llamar a los albañiles, picar la pared profundamente, y limpiar allí. Después habría que aislarlo y, en último lugar, reconstruir la pared… Cosa de nada, vamos». Me he hecho a la idea: dentro de seis meses, de nuevo tendré la pared empapada.

Te lo cuento porque tiene que ver con la Misa de hoy, y con la situación por la que atraviesa el Mundo. Estamos todos pidiendo por la paz, como si la paz fuera a consumarse en todas partes… Pero cualquier guerra es, simplemente, la mancha en la pared. Cuando cese las guerras que hay hoy día en el mundo, tarde o temprano estallarán otras, y después otras… Entre tanto, en muchos lugares del mundo se están los hombres matando, porque esta pared del Planeta Tierra está llena de humedades sangrientas. Podemos pasarnos la vida manifestándonos y quejándonos como si el verdadero problema estuviera en esta o en aquella parte del Globo… Casi os diría que es hasta cómodo, porque nuestro grito siempre acusa a los demás, a los «violentos»… Pero el foco de humedad es mucho más profundo, porque toda esa violencia nace en los corazones de los hombres, y si empezásemos a picar hondo quizá nos sorprendiéramos al encontrarnos, después de un buen golpe de pico, con un ladrillo de este corazón nuestro, infectado por los siete pecados capitales. Y quizá entonces el Señor nos dijese, en respuesta a nuestras oraciones: «te concedo la paz que pides. Yo te daré mi gracia, y tú empezarás a construirla en tu corazón».

Entonces nos convertiríamos en soldados de paz. En lugar de clavar el pico enfurecidos en el alma del prójimo, comenzaríamos por la nuestra, que es la que tenemos más cerca. Armados con el mismo látigo con el que el Señor purificó el Templo de Jerusalén, echaríamos de nosotros la soberbia, la envidia, la lujuria, la gula… Una lucha terrible que venceríamos con la ayuda de Dios. Y, cada uno en nuestra parcelita, cada uno en nuestra alma, iríamos conquistando terrenos para la paz y para Dios. la Virgen María, Reina de la Paz, sonreiría al vernos luchar, y haría fecundos nuestros esfuerzos. Finalmente, cuando nuestros corazones estuviesen limpios, los aislaríamos guardando en ellos esa Ley de Dios que has escuchado en la Primera Lectura… Y Cristo sería amado en todos los corazones. Dime… ¿Por qué no empezamos hoy esa guerra de paz?