«No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud»… Las palabras del Señor sacan a relucir uno de los grandes pecados del cristiano moderno: el que consiste en pretender alcanzar las cimas del Nuevo Testamento sin haber pisado fuertemente en el Antiguo. Aquellos fariseos hubieran apedreado a Jesús por lo que entendían como un desprecio de la Ley Mosaica. Nosotros, en cambio, nos revolvemos contra quien nos habla del Infierno, del Diablo, del pecado mortal o de la Ley de Dios.

El domingo pasado, durante la Misa, lancé al aire una pregunta: «¿cuántos de vosotros os sabéis los Mandamientos? ¿recordáis cuál es el séptimo, o el noveno…?»… En los rostros se veía que eran muchos quienes no podían responder. Algunos se acercaron, finalizada la Misa, para confirmar mis sospechas.

Se nos llena fácilmente la boca con frases bonitas: decimos que Dios es bueno, que es infinitamente misericordioso, que ama a todos los hombres, que tiene reservado para nosotros un lugar en el Cielo, y que se interesa por nuestras preocupaciones y dolores… Pero si alguien nos explica lo cerca que está el pecado mortal de cada uno de nosotros, y la terrible posibilidad del Infierno para quien muere en pecado mortal sin haber confesado sus culpas en el sacramento del Perdón, nos volvemos contra él. Si nos dicen que no puede uno acercarse a comulgar sin cometer sacrilegio después de haber faltado culpablemente a Misa un domingo o cuando se han empleado medios artificiales para evitar la concepción si previamente no recibe uno la absolución sacramental, nos indignamos y pensamos que esas afirmaciones son «de otra época»… El resultado de esta malformación, como una casa a la que le faltasen los cimientos, es una religión endeble, acomodaticia, y tan débil como el capricho humano que la guía.

Repito: no se alcanzan de verdad las cumbres de Misericordia que desvela el Nuevo Testamento si antes no se ha pisado fuertemente en el Antiguo, con toda su enseñanza acerca de la Ley, del pecado, de la penitencia, de la condena y de la muerte. No se recibe con fruto la Misericordia de Dios si primero no se ha temblado ante su Justicia; no se alcanza el Cielo si uno no se ha visto a las puertas del Infierno; no se llega a entender el Amor de Dios si no se ha sentido el Temor; no se conoce la salvación si primero no se ha escuchado la condena merecida por las culpas; no se alcanza la contrición si antes no se ha experimentado la atrición.

Tenemos que volver urgentemente a la Ley, al Antiguo Testamento, a Moisés y a los patriarcas. Tenemos que volver a sentir sus temblores y sus gozos, y dejarnos levantar, desde allí, por el Hijo de Dios hecho hombre y entregado en la Cruz que viene a dar plenitud a la Ley. Si no luchamos por cumplirla, ¿cómo alcanzaremos su plenitud? ¿Cómo nos sabremos hijos de María, si no hemos querido reconocer en nosotros a los hijos de Eva?