Jer 11.18-20; Sal 7; Ju 7,40-53

¿Quién eres, dime quién eres? ¿Un profeta?, bah, el fantoche de turno. ¿El Mesías? ¿Cómo va a ser así cuando, habiendo oído todos sus discursos, hasta la saciedad, es obvio que apenas si nadie le toma en serio? Sí, un tipo bien; pero, quiá, nada más. ¿Qué tiene que decirme? Lo sabemos todo de él, estamos hartos de oírle. Ya ha gastado su turno. Mira alrededor de ti, ¿quién cree en serio en Jesús como enviado de Dios? ¿De quién dices, de Dios? Pero ¿cómo, es que hay Dios? ¿No habíamos quedado que eso estaba ya resuelto? Y arbitrado, claro es, con la negativa. Sí, Jesús es un tipo bien. Bueno, uno de ellos. Uno más. Y san se acabó. Pero ¿cómo consentir las ínfulas que él mismo se dio, y no digamos las maneras de quienes dicen ser los suyos, esa que llaman la Iglesia, con su pomposidad, sus gorritos extraños, su siempre estar en desacuerdo con los tiempos, como para fastidiar a posta?

Y, sin embargo, hasta los guardias del templo, quienes debían prenderle, acuden a sus jefes. Jamás nadie ha hablado así. ¿Cómo, hasta vosotros os dejáis embaucar? Hasta aquí hemos llegado. Se acabó, ese personajillo está comenzando a resultar intolerable. No pueden ser estas libertades, como si algo dependiera de él, como si fuera el centro del mundo. Como si tuviera algo que decirnos, pretendiendo que esa palabra suya es ocasión de salvación. ¿Quién necesita ser salvado? Será él, endemoniado repelente que viene del lado de Satanás. Nosotros estamos ya salvos. Cantamos aleluyas, procesionamos, nos postramos. Y todo al toque de pífanos y tamboriles. Cuando los poderosos, nuestros señores, quieren que bailemos a su son. Porque de ellos recibimos todo lo importante. Ellos tienen mensajes de paz y contentamiento para nosotros, Llenan nuestras sentimentalidades. Nos hacen ver lo importantes que somos, justo en el momento en que doblamos nuestra cerviz. Entonces nos aplauden y jalean. Bendicen nuestros comportamientos. Yo y mis egoísmos. Yo y mis dineros. Yo y mi sexo. Yo y mi dedicación al mi trabajo. Yo y tú si cabes bien, sin molestar demasiado, en mi yo. Nada de yo y ellos. Eso nunca. Nada de yo y los que sufren. No, para eso está la seguridad social. Nada de yo y los pobres. Seguro de desempleo. O quizá, que se vayan a su casa. ¿Los padres ancianos?, ¿los viejos del barrio? Bueno, lo veremos. Si no molestan. Si no son una carga. Si lo son, ya lo sabemos…

Nos han convencido, en el puro aplastamiento, de que no necesitamos salvación. Se han hecho con nosotros para que cerremos los ojos y los oídos a todo lo que sea capacidad de disenso e incluso de rebelión. Nos han comido la libertad de decisión. Nos han circunvalado con un muro para que no veamos lo del otro lado, para que creamos a pies juntillas que sólo existe nuestro corralito. El de su pesebrera. El de nuestro enjuto egoísmo. Yo y los míos. Yo y mis necesidades. Yo y yo. Curioso, nos hemos acostumbrado de tal manera al pequeño ámbito en el que se nos deja estar, que ya ni siquiera sabemos que hay el más allá de ese muro. Han conseguido que él, el muro, sea nuestro horizonte. Una perspectiva a tres cuartas de nuestros ojos y de nuestras orejas, pero ni nos damos cuenta. Porque ese muro lo han hecho coincidir, con extrema inteligencia, con el cortafuego de nuestro egoísmo.

Como manso cordero llevado al matadero.