Jer 20,10-13; Sal 17; Ju 10,31-42

Muchas son las obras buenas que les ha enseñado a esos judíos por encargo de su Padre, ¿por cuál queréis apedrearle? Poco a poco me ha ido haciendo suyo, y estoy de su parte. No entiendo casi nada, pero no importa. Me ha hecho suyo. En el temblor y la fragilidad, pero me voy con él. ¿Dónde iría si no?

¿Quién eres, dime quién eres? Son ahora los otros judíos, los que quieren matarlo a pedradas por blasfemo, los que hacen la luz sobre mí, me enseñan cómo comenzar a responder a esta pregunta que se me había metido muy dentro. No te apedreamos por ninguna obra buena, que sean bienvenidas tus obras buenas si de verdad lo son, sino por una blasfemia. ¿Cuál? La más grave para un judío. Tú, siendo un hombre, te haces Dios. El amigo del Dios de Abrahán, quien hizo alianza con él y su descendencia para siempre, sólo tiene un temor. No la fragilidad y el pecado, sino la idolatría. El que los suyos adoren al becerro de oro. Sólo esto aleja de sí a su pueblo elegido, también para siempre. Adorar a los ídolos es el pecado capital. El padre de todos los pecados. Porque todos los demás, si lo son, se reducen de un modo u otro a la idolatría.

Las cosas, sin embargo, no se dan por terminadas. Y Jesús puede recurrir a un texto de las Escrituras que todo judío conocía: Yo es digo, sois dioses (Sal 82,6). ¿Blasfema, pues, porque dice ser Hijo de Dios? Mas ahora las cosas se van a enredar todavía más. Creed en mí por mis obras, porque ellas son las obras de mi Padre. De esta manera comprenderéis y sabréis que el Padre está en mí y yo en el Padre. Blasfemia, blasfemia, chillan, y quieren detenerlo, pero se les escabulle.

La verdad sea dicha, cuanto más escuchamos a Jesús más nos interpela, más llega a lo profundo de nosotros. No sé si podrá durar este enamoramiento, pero las cosas parecen más claras cada vez. Seremos miedicas hasta el hartazgo, como los apóstoles, espantadizos y negadores cuando llegue el caso, pero vemos lo que hay que ver. Comenzamos a saber quién es Jesús. La pregunta, apremiante, comienza a hacerse respuesta. Se nos está dando el regalo del ver. Falta todavía mucho por comprender, llegarán para nosotros momentos de extrema debilidad y pecado, pero casi nos dan ganas de decir que no importa, porque vemos. Comenzamos a ver quién es Jesús.

¿Podremos seguirle? No digo hacer las cosas que él hace, sino, simplemente, seguir sus pasos a través del evangelio, subir con él a Jerusalén y comenzar la Semana Santa junto a él. ¿Cómo quiénes seremos? ¿Cómo los enérgicos pescadores que le abandonaron con el rabo entre las piernas, para llorar luego de modo desconsolado, o como la mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y algún jovenzuelo apenas si más que un niño, como el discípulo amado?

¿Tendremos las fuerzas para seguirle? Será él quien nos las tenga que dar, haciéndonos sus hermanos y mostrándonos al mismo Padre, ahora también Padre nuestro. Pero, los evangelios nos lo manifiestan —el de Juan estos días, pues es este el que leemos durante la Cuaresma—, nos queda todavía el momento más duro de nuestro ver. El ver a Jesús en la cruz, como un pendejo. Muerto en la pura desolación. Abandonado de todos. ¿También abandonado por su Padre? Mas, entonces, ¿cómo entender lo que va a acontecer?