Ez 37,21-28; Sal Jer 31; Ju 11,45-57

Llevamos días en vilo con esa pregunta. Parece que las cosas se nos aclaran. Que muera uno por todos. Quienes entonces y ahora pronuncian estas proféticas palabras no se dan cuenta del alcance de lo que dicen. Piensan que es una manera de salir de la coyuntura política difícil en la que están y que Jesús con su predicación agrava aún más. Pero lo que no sospechan es que nos están dejando a la luz la respuesta a nuestra ansiosa pregunta. Como señala Juan, Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios dispersos. La suya no es una vida sin alcance, un azar del instante, una casualidad bella, sino una muerte por nosotros. ¿Por qué, por qué ha de morir él que es, no cabe duda ninguna, el inocente, la víctima sin tacha? ¿Por qué él y no ellos, aquellos judíos que entonces fueron a por él, y nosotros, que ahora le despreciamos y reímos con visajes y muecas como a alguien que perdió su comba? ¿Cómo su muerte inminente puede ser buena para nosotros, puede ser sacrificio expiatorio por nosotros, y por ellos también, por todos? La suya, ¿una muerte redentora?

Murió también por mí. Penetrar en la profundidad de estas palabras nos hace adentrarnos en el sentido mismo de su muerte, de la muerte de alguien que es ofrecido como víctima inocente y propiciatoria por los suyos, mejor, por todos. Él, en vez de mí. Él, por mí. Comprender esto, y vivirlo, es cosa para dejarle a uno estupefacto. Mirándole a él en esta situación en la que le han, le hemos y le he puesto, se comprenden dos cosas a la vez: quién soy y, de manera muy especial, quién es él. Porque al mirarle a él en el camino de pasión, comprendo quién soy yo, quienes somos nosotros, quiénes son ellos. Y no es este un comprender de condenación para nosotros, sino de gloria, de alegría, porque él, con su camino de pasión y de muerte, nos salva, nos limpia de nuestro pecado, nos redime, purificando en nosotros desde su raíz todo lo que nos impedía ver quién es él. Ahora, es ahora cuando comprendemos de nuestro enamoramiento, porque es ahora cuando nos ha hecho ver. Ver quién es él. Y, además, ver que a quien él continuamente llama mi Padre, es del mismo modo, en él, por él y con él, nuestro Padre. Jesús, así, se convierte en nuestro punto de convergencia. Todo en nosotros, ahora ya, tiende a él, estirando de nosotros hacia él, para hacernos llegar a ese punto de realidad en donde él está. Punto de acceso al Padre Dios. A su misericordia. A su gracia. A su vida.

Hemos ido, así, comprendiendo el significado de realidad de esa atracción que nos enamoró para siempre. No es una ilusa ilusión en nuestra vida, algo irreal que nos ayudará a ir tirando, sino que es la realidad misma de lo que somos, de una realidad que, en él, con él y por él, se nos dona graciosamente. Así, somos criaturas nuevas, criaturas de una nueva creación. Hechos ahora más y mejor que nunca a su imagen y semejanza, pues ahora tenemos los medios y las capacidades para serlo de verdad en el hondón de nosotros mismos y en la realidad de nuestras vidas. Sólo nos queda vivir al completo de esa realidad y hacer que crezca hacia todos los horizontes.