Is 52, 13-53; Salm 30,2-17.25; Hb 4, 14-16; 5, 7-9; Juan 18, 1-19, 42

Nadie es ajeno al misterio de la Cruz, porque está forjada con todos los pecados del mundo. Así que, aunque sea inconscientemente, nuestra huella está allí. Pero si ese fuera nuestro único vínculo, no valdría la pena detenerse ante ella y contemplarla porque el horror y la vergüenza nos la harían odiosa. Pero a esa cruz, que cada uno de nuestros pecados hace más pesada e insolente, se ha abrazado el mismo Hijo de Dios para probarla en toda su amargura.

Fulton J. Sheen señaló hace años que el cristianismo se debatía entre dos grandes tentaciones, ambas erróneas: tomar la cruz sin Jesucristo, y entonces el sufrimiento se convertía en un camino sin salida, o bien considerar al Señor prescindiendo del madero santo. En este segundo caso se ignoraba totalmente el misterio de la redención y el amor sufriente de Dios. El autor vinculaba estas desviaciones a formas de vida representadas, en aquel momento, por el capitalismo y el comunismo, ambas con una idea sesgada del hombre. La Iglesia no puede desvincularlos. Hoy contemplamos a Cristo crucificado. Y, si de una manera especial, nos detenemos en la cruz para adorarla, no es por sí misma, sino por ser el instrumento elegido por Dios para salvar al género humano. Por eso se la denomina árbol, porque siendo un madero muerto, de él nace la vida para nosotros. Así la presenta la liturgia: “Mirad el árbol de la Cruz”.

En una canción revolucionaria argentina se decía algo que me hizo pensar. Refiriéndose a los cristianos no comprometidos decía que a la Cruz le habían añadido un quinto clavo: aquel con el que colgamos el crucifijo en la pared de nuestra habitación para convertirlo en algo meramente decorativo, pero que ha dejado de conmovernos. Recuerda a todos aquellos judíos que acudían a Jerusalén por aquellos días y se araban a contemplar el espectáculo del Calvario, ajenos a su significado.

También experimentamos otra limitación. Cuando intentamos explicar el misterio de la crucifixión nos damos cuenta de que no agotamos su significado. Al contrario, sentimos como cierto pudor porque parece que nuestras reflexiones limitan su alcance y significado. Se obtiene mucho más parándonos a contemplarla o adentrándonos en ella a través de los ejercicios de piedad, como el Via Crucis o el rezo del Rosario. Porque si por una parte la Cruz tiene algo de absurdo, y la razón tropieza con ello, por otra la oración y la unión del afecto demuestra que ese es un escollo falso. Lo aparentemente absurdo forma parte de una lógica más alta, la del amor de Dios. Ante su amor fallan los silogismos. La demostración más grande es que el pecado y la muerte son vencidos con sus propias armas. Como escribió Benedicto XVI: “En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical”.

Por tanto, toda la liturgia del Viernes Santo nos invita a lanzarnos al conocimiento del amor más radical. El acercamiento a la cruz se convierte en el camino más adecuado para purificar nuestro amor y para conocer el corazón de Dios, amante y sufriente, que lleva al Padre a entregar a su propio Hijo y al Hijo a abandonarse en las manos del Padre.