San Pedro Crisólogo se fija en un detalle del evangelio de hoy (el que se lee en la vigilia Pascual). Un ángel que se ha manifestado a las mujeres que han ido al sepulcro a primera hora, las envía a anunciar a los discípulos que Jesús ha resucitado. Pero, cuando van de camino es el mismo Señor quien se les aparece y las aluda diciendo: “Alegraos”. ¿Por qué hace eso el Señor? Descubrimos en el Señor unas ganas de reencontrarse con su amigos, con su Iglesia. Por eso corre hacia las que corren y se les aparece. En esa prisa del Señor está como condensado el designio eterno de Dios. Por fin ha realizado lo que había preparado desde siempre: la reconciliación del hombre y la Iglesia. Dice el Crisólogo: “No espera a ser reconocido, no busca ser identificado, no deja que le pregunten, sino que él se apresura, lleno de ímpetu, hacia ese encuentro”.

También nosotros durante la Cuaresma, y en los días más intensos de la Semana Santa, nos hemos ido preparando para este encontrarnos con Jesucristo. Se nos pide el deseo del amor. Los padres de la Iglesia coinciden en señalar el deseo más grande de las dos mujeres, que corren, en cuanto se lo permite la ley del descanso sabático, al sepulcro del Señor. A su deseo corresponde el Señor. San Pedro Crisólogo las señala como figura de la Iglesia. Señala, además, que simbolizan a la Iglesia en plenitud. Porque a los apóstoles, dice el santo autor, les tuvo que dar muchas señales, comer con ellos, enseñarles las heridas de los clavos y de la lanza…, en cambio a estas mujeres, que lo han buscado con todo el fervor de la fe, les permite que le toquen y que le abracen los pies. Y la Iglesia madura en la fe se convierte en mensajera de la resurrección para los demás, que aún permanecen en el miedo y la incertidumbre.

Hoy por tanto, cuando la Iglesia canta jubilosa el Aleluya, se da ese encuentro entre el amor de Dios, que se muestra victorioso en Jesús resucitado, y nuestro amor hacia Él. Y somos abrazados hasta el punto de que el Señor va a formar con todos nosotros su propio cuerpo. Nos ha hecho criaturas nuevas capaces de gozar de su presencia y de beneficiarnos de todos sus dones.
La resurrección de Jesús de entre los muertos es la gran noticia de la Iglesia. Se convierte en el punto central. Nosotros hoy podemos preguntarnos de qué manera nos afecta esta verdad, decisiva para el hombre. Por una parte tenemos la alegría exterior, que estos días es especialmente contagiosa entre los creyentes. Como sucedió con las mujeres, los de fe más firme la comunican a los demás. Y la Iglesia, con su liturgia solemne y esplendorosa nos la hace sentir a todos. Pero, Guerrico de Igny apunta a un criterio para cerciorarnos de sí vivimos la certeza de la resurrección. Escribió: “Estarás en condiciones de reconocer que tu espíritu ha resucitado plenamente en Cristo si puedes decir con íntima convicción: ¡Si Jesús vive, eso me basta!”.

Ciertamente se trata de un criterio decisivo, porque sabemos que toda nuestra vida cobra su sentido y alcanza su máxima luminosidad precisamente porque Jesús ha vencido a la muerte y nos ha redimido. Nuestra propia existencia, en Cristo, se abre a dimensiones totalmente nuevas.