Hch 3, 11-26; Salm 8, 2-9; Lucas 24, 35-48

Jesucristo resucitado da la paz a sus discípulos. Se trata de la verdadera paz, la que viene de la victoria sobre la muerte y el pecado. Es el don más preciado. Aquí la paz se nos presenta como el verdadero sosiego del alma, “la tranquilidad en el orden”, que decía san Agustín.

Si nos fijamos bien, perdemos la paz por muchos motivos, pero todos pueden reducirse a la incerteza. La falta de paz supone miedo. Por eso muchas veces compramos “falsa paz” a cambio de seguridad. Eso tiene dos direcciones. Por una parte, para no complicarnos la vida (y permanecer sin problemas, que es una falsa paz), renunciamos a emprender acciones que serían buenas, pero que rechazamos por las molestias que comportan. Por otra parte, nos acomodamos a la injusticia, o a la imperfección, por ahorrarnos un trabajo. Pero nada de eso es verdadera paz.

La paz auténtica llega cuando sabemos que no hay nada que pueda quitarnos la felicidad. Y eso sólo nos lo puede traer Jesucristo. En el evangelio de hoy aparece la paz de Jesucristo resucitado y la alegría desbordante de los discípulos. Se cumplen las palabras anunciadas por Jesús “vuestra tristeza se transformará en alegría”, y esa alegría ya nadie la puede quitar, porque se fundamenta en algo definitivo: Quien había muerto ha vencido a la misma muerte.

La paz que el Señor da a su Iglesia y a sus discípulos es enormemente productiva. Podemos seguir su rastro a lo largo de la historia en el celo apostólico de los primeros cristianos, en el sufrimiento paciente de los mártires, en la entrega generosa de los misioneros, en el servicio a los necesitados realizado por tantos cristianos, en la paciencia a la hora de enseñar o de corregir… Es una paz que se muestra en el rostro bondadoso de tantos cristianos, de otros tiempos pero también de ahora.

La seguridad en la victoria de Jesucristo, y la certeza de que el sigue presente en medio de nosotros da consistencia a esa paz. Jesús, como indica en el mismo evangelio, no es un fantasma. Tampoco la paz que nos trae es una ilusión. En nuestra vida esa paz es compatible con la dificultad, el trabajo y el sufrimiento, que son sobrellevados de una manera distinta, porque sabemos que no son la palabra definitiva sobre el hombre.

De la misma manera que Jesús abre el entendimiento de los apóstoles para que comprendan las Escrituras, también nosotros, aún sin ver, sabemos que toda tribulación de este mundo no es definitiva, y que su sentido será comprendido al final, cuando se manifieste al completo el plan de Dios. Ahora, sabiendo que Jesús vive, ya experimentamos la paz, la de su victoria.