Estoy intentando ver la película de Karol 2, la segunda parte de la vida de Juan Pablo II. Digo estoy intentando pues cada día veo diez minutos, un cuarto de hora y o me tengo que ir o me duermo (me duermo en todas las películas). No entiendo nada de cine, pero me parece una película que es difícil que guste, todos conocíamos demasiado bien a Juan Pablo II y la de la película no es su cara, no son sus gestos, no es su voz, no son sus ojos ni su mirada. Pero te ayuda a recordar algunos momentos de un pontificado tan largo y tan fecundo. También cuenta algunas anécdotas no sé si reales o inventadas, pero edificantes. Me ha hecho especial gracia una en la que, ya estando en el Vaticano recuperándose de una operación, le buscan una religiosa y su secretario y se dan cuenta que no ha dormido en su cama. Al final le encuentran en la capilla, donde ha pasado la noche en oración. La monja (como es habitual), le regaña y le dice al Papa: “¿No se da cuenta que nos preocupa? Su Santidad.” A lo que el Papa responde: “Sí, a mi también me preocupa mi santidad.” Estar preocupado por su santidad, y por lo tanto de los que le eran encomendados (toda la humanidad),le llevaba a no tener miedo a decir lo que había que decir en cada instante y a estar donde tenía que estar.
“Fueron los guardias, pero no los encontraron en la celda, y volvieron a informar: – «Hemos encontrado la cárcel cerrada, con las barras echadas, y a los centinelas guardando las puertas; pero, al abrir, no encontramos a nadie dentro.» El comisario del templo y los sumos sacerdotes no atinaban a explicarse qué había pasado con los presos. Uno se presentó, avisando: – «Los hombres que metisteis en la cárcel están ahí en el templo y siguen enseñando al pueblo.»” Como no recuerda este hecho a lo que decíamos al comienzo de la cuaresma: La conversión que yo quiero es esta, abrir las prisiones injustas… y sobre todo no cerrarnos a nuestra propia carne. Los apóstoles podían haber aprovechado para escapar, pero sabían que su libertad sólo era posible porque anunciaban el Evangelio, a Jesús resucitado. A nosotros es posible que nadie nos meta en la cárcel por anunciar el Evangelio (al menos en España, en otros países sí están en la cárcel por ello), pero es posible que estemos más presos que la Iglesia en China o los católicos de algunos países del fundamentalismo islámico. Presos del miedo al qué dirán o a nuestros complejos. Entonces, sin rejas, somos prisioneros, ¡mientras que los que están en prisión por anunciar el Evangelio son más libres que nosotros!.
“Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.” Hoy tenemos que acercarnos a la luz de Cristo resucitado, que su misericordia borre cualquier sombra de miedo que pueda haber en nuestra vida, e incluso ilumine la oscuridad más cerrada con el sacramento de la penitencia, y entonces encontremos la verdadera libertad. Si nos preocupa de verdad nuestra santidad y la de los que están a nuestro alrededor nos acercaremos a la luz de Cristo resucitado, para ser libres y así no tener miedo. ¡Abrid las puertas a Cristo! ¡De par en par!
La Virgen nos lleva, suavemente pero con firmeza de madre, al encuentro de su Hijo. No la abandonemos nunca.