Hch 11,19-26; Sal 86; Jn 10,22-30

Que pregunta incauta a Jesús. Porque ¿alguien puede decir quién es el Mesías?, ¿cuáles han de ser sus signos?, ¿cómo podremos llegar a la convicción de que ese, precisamente él, es el Mesías? ¿Da uno testimonio de sí mismo? ¿Y si es un engreído papanatas? ¿Y si, por el contrario, es la piel de Satanás? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.

Es verdad que alguno de los discípulos llama a su amigo diciendo: he encontrado al Mesías. Mas, en el NT, sobre todo en los evangelios, encontrándose con Jesús, con sus palabras, con sus signos, con sus obras, todo el mundo se pregunta: ¿quién es este? La respuesta viene dada sólo al final de su vida: su muerte y su resurrección nos dicen quién es Jesús. Sólo entonces comprendemos. Sólo entonces se nos anuncia la feliz buena noticia.

Ahí tenían sus obras, pero no creyeron. Los discípulos de Emaús mostraron su terrible decepción: ellos habían creído que Jesús sería el Liberador. Mas él hace sus obras en nombre del Padre, y son ellas las que dan testimonio suyo. Pero apenas nadie le cree. ¿Por qué? ¿Cómo es esto posible?

Jesús, el buen Pastor, nos señala la respuesta: porque no sois ovejas mías. ¿Entonces? ¿Qué señalar, qué anunciar, qué vivir, si no somos ovejas suyas? ¿Será la suya una elección injusta? ¿Elijo a quien me place y a ese le salvo, y a quien me da la gana lo rechazo y le condeno? ¿Puede ser esto un acto de misericordia de un Dios que es Amor?

Mis ovejas escuchan mi voz. Me abriste el oído, como dice el salmo. La palabra de la Buena Nueva nos llega por el oído. Y es tan fácil taponárselo. Dejarse llevar de los ruidos incandescentes que nos suelta el mundo con sus seducciones. Gritos, peleas, tertulias, cuchicheos de odio, rezo de las cuentas del negocio y del interés. Cuando en medio del barullo que llenan nuestros oídos, una voz menesterosa penetra hasta el hondón de nosotros mismos, pidiéndonos un vaso de agua, una caricia, una acogida. Esa voz menesterosa abre nuestros oídos a la Palabra de misericordia. Quien cierra su voz al vaso de agua, cierra su oído a toda misericordia. Querrá entonces pruebas palpables y evidentes; certificados de los poderosos. Pero quien no escucha ni recibe a uno de estos pequeñuelos, se cierra a mí, dice Jesús. Se cierra a toda misericordia, pues clausuró su corazón a toda misericordia. Aunque sea la de Dios.

Aquellos que no cierran sus oídos, aquellos que están atentos a la voz del menesteroso, aquellos que escuchan la realidad del sufrimiento, quienes oyen las voces de Cristo en la cruz, sólo ellos escuchan la voz del Buen Pastor. Y él las conoce, y ellas le siguen. Y él les da la vida eterna. Termina siendo de una gran belleza literaria cómo el evangelio de san Juan va añadiendo frase a frase con una simple conjunción. Parecería pobreza literaria; pero, en la grandeza del pensamiento, es de tremenda eficacia. Subyuga. Son palabras que hipnotizan. Que nos van adentrando más y más en la comprensión y seguimiento de Jesús. Y quienes escuchan su voz, no perecerán. Y nadie las arrebatará de mi mano.

Es su Padre Dios quien nos ha dado a él, para que seamos sus ovejas. ¿Nos ha captado por la escucha silenciosa del lamento del menesteroso? No lo sé. Pero nos hizo suyos para siempre. Y, entonces, nadie nos puede arrebatar de sus manos: Yo y el Padre somos uno.