Hch 12,24-13,5; Sal 66; Jn 12,44-50

La oración sobre las ofrendas dice unas palabras que le dejan a uno alelado. No es la primera ni la última que aparecen. Nos manifiesta el admirable trueque que se realiza en el sacrificio. En este sacrificio: en el de la cruz, es decir, también en el de la eucaristía que nosotros celebramos. Pues bien, por el trueque admirable, nos hace partícipes de su divinidad. Por Cristo, con Cristo, en Cristo, somos seres divinos. Él se hizo hombre, para hacernos dioses, hijos de Dios.

Jesús lo grita. La puerta es creer en él. Porque el que cree en mí cree en quien me ha enviado. La fe en él es el camino de nuestro alcanzar a ser hijos de Dios, ¡pues lo somos!, seres divinizados. No sólo creados a su imagen y semejanza, sino, ahora ya, seres divinos. Desde aquí y en esperanza —esperanza cierta en la fe en Jesucristo, que nos abre el camino de la caridad, del amor de Dios—, habitantes del cielo. Por eso nuestra liturgia es participación de la liturgia celestial. No dejando de estar acá, estamos allá. Muertos y resucitados. Palabra de certeza que nos llena de asombro, que cambia por completo nuestra vida. Sin dejar de vivir en este mundo, somos ya habitantes del cielo. Allá está nuestra morada.

Jesús lo grita. Y el que le ve a él, ve al Padre, puesto que es él quien le ha enviado. ¿Quién le toca a él, en ese mismo acto también —cómo si no— atinge con la yema de sus dedos al Padre? Él ha venido como luz; a ser luz para nosotros y para el mundo, para toda criatura. Por eso, cuando creemos en él, porque creemos en él no quedaremos en tinieblas. A veces, muchas, quizá, nos supondremos todavía seres de tinieblas, pero no es así. En esperanza, esperanza que nos viene dada en la fe en Jesucristo, somos hijos de la luz. Vivimos bañados por la luz como en un espléndido día de verano. Puede que a veces —algunos creyentes con mucha frecuencia— nos veamos en la obscuridad, nos creamos inmersos en la negrura de la noche; pero no es así, pues lo importante no son nuestros sentimientos, productos tan perecederos, tan del momento, tan de la imaginación, tan de los modos del cuerpo, tan teñidos de nuestra carne, sino la cercanía del Señor y su presencia en nosotros y en nuestra vida. Y es la fe en él quien nos da la certeza del acontecimiento de su presencia en nuestra carne. Desde ahora, carne divinizada, carne de Dios. Como la carne de Jesucristo.

Jesús lo grita. Oigamos sus palabras. Palabras de misericordia, de paz, de concordia, de consuelo, de mansedumbre, de bienaventuranzas. Palabras del vaso de agua donado a uno de estos mis pequeñuelos. Sin embargo, tantas, demasiadas veces no cumplimos esas sus palabras. Somos pura fragilidad, vasos de barro. Qué importa.

Jesús nos lo grita: no he venido a juzgar, sino a salvar. A ti, a mí y al mundo. Juan suele tener palabras tenebrosas respecto del mundo. Pero, no pierdas la esperanza, no ha venido a condenar al mundo. Ha venido como fuerza de salvación para todos.
No es la fragilidad lo importante, sino el rechazo. El no aceptar sus palabras. Entonces, llegará el último día. Mas, no lo olvidemos, Jesús nos lo grita, es el Padre quien le ha enviado y le ha ordenado lo que ha de decir. Y su mandato es de vida eterna. Para ti, para mí, para ellos.