Hch 14,5-18; Sal 113 B; Jn 14,21-26

Una fe capaz de curarlo. Esto es lo que ve el cojo de nacimiento en Pablo. No es otra cosa que su palabra la que le lleva a esta convicción: la predicación del Evangelio. Tal es su única arma. Tal es su fuerza. El cojo lo percibe y grita. Levántate, ponte derecho. Dio un salto y comenzó a andar. ¿Con qué fuerza? Con la de Jesús, muerto y resucitado. Esa es la única fuerza de Pablo. Piensan que Bernabé y Pablo son dioses, ¿quién si no puede curar a un cojo de nacimiento? El sacerdote del templo de Zeus quiere aprovecharse de la situación de pasmo que se ha producido. Insensatos, ¿qué hacéis? Somos mortales, igual que vosotros. Nuestra fuerza no somos nosotros, sino aquél de quien predicamos la Buena Nueva.

Evangelio de conversión, para que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo. El único, el Creador de cielos y tierra. ¿Quién lo confundirá con un ídolo sacado de entre un montón?, ¿quién creerá que también nosotros, por poderosos, somos dioses? Porque desde siempre los poderosos son tenidos por dioses; quieren ser tratados como dioses; enseguida organizan sus templetes y sacrificios para hacerse, junto a sus coríferos y gregarios, con todos los adoradores de ídolos. Quieren que nosotros les demos gloria. Nosotros estamos felices de que sean benevolentes con nosotros, por eso nos apresuramos a darles gloria. ¡Tienen tanto poder!

Mas la gloria no debe darse a nosotros ni a nadie como nosotros, por poderoso que sea, sino al nombre del Señor. La bondad y la lealtad son suyas y vienen de él: sólo de él. La grandeza de los cielos es cosa suya, mas nos ha dejado la tierra a nosotros, para que demos gloria a su nombre santo y bendito.

Es cuestión de amarle. Pero ¿cómo lo haremos? ¿De dónde sacaremos la grandeza necesitada para amarle, nosotros que sólo somos mortales, y no dioses? ¿Podremos nosotros amar a Dios?

Sí, nos dice Jesús. Aceptando y guardando sus mandamientos. ¿Volveremos a ser cumplidores de la Ley, como querían serlo los viejos fariseos? ¿Será el cumplimiento quien nos dé el amor a Dios? No, claro que no. Porque el mandamiento es único: dejarse llenar, en Cristo, del amor de Dios, que él nos dona y hace cosa nuestra.

La fe en Cristo, pues, nos abre las puertas del amor de Dios. Es él quien nos ama; quien nos amó primero. El amor es cosa de Dios. Y se nos ha hecho patente en la muerte y resurrección de Jesús. Ahí encontramos la certeza del amor que se nos dona, y la fuerza de esa amor que nos llena. El que acepta mis mandamientos y los guarda. Otros traducen, quizá mejor, el que tiene mis mandamientos y los guarda. Ese ama a Jesús. Al que le ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré. Es, pues, una cadena de amor que empieza en el Padre. Nosotros, por la fe en Cristo Jesús, podemos entrar en ella. La partícula en, una vez más, es decisiva. ¿Recordáis que Pablo apenas nunca habla de nuestro amor al Padre o de nuestro amor a Jesús? Siempre es Dios quien ama. Y quien ama de este modo, guardará sus palabras. Palabra que ni siquiera es suya, sino del Padre.

Todo os lo va a enseñar el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en su nombre. Continuo fluir de amor que, viniendo del Padre, por el Hijo, impregna lo que somos.