Hch 1,15-17.20-26; Sal 112; Jn 15, 9-17

Qué curioso y qué bonito. No tenían razones para escoger entre los dos candidatos. Y lo echaron a suertes. Tal era su confianza en el Espíritu del Señor que estaba con ellos para siempre; que nunca les iba a abandonar de su mano. Ojala tuviéramos nosotros idéntica certeza… y el mismo sentido del humor juguetón. Lo de Judas, que hizo de guía a los que arrestaron a Jesús, hasta esto había sido predicho por las Escrituras. Por tanto, uno de los discípulos debía agregarse a su grupo. Debían ser Doce, para cumplir las Escrituras. Y se asociaría a ellos con un fin muy determinado: ser testigo de la resurrección de Jesús. Uno que convivió con él todo el tiempo, desde que Juan bautizaba hasta el día se su ascensión. Doce patriarcas de la Antigua alianza. Doce apóstoles de la Nueva Alianza. Pablo no está en ese grupo, él, que se llama apóstol como el que más, aceptado por Pedro, Santiago y Juan, las columnas de la Iglesia, es decir, por toda la Iglesia, como el más intrépido de entre ellos.

Y echaron a suertes porque es el Señor quien penetra en nuestros corazones y elige según sus designios para ese ministerio. Lo hizo entonces. Lo hace ahora. Los Once, escogiendo a Matías, saben muy bien que es el Señor quien lo elige. Porque es él quien dirige su Iglesia, incluso por encima de nuestras confusiones, fragilidades, desviaciones y pecados. Pues la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Un cuerpo del cuál él es la cabeza. Y que sea así no es una vana ilusión nuestra, ni siquiera algo que vivimos en esperanza, sino una realidad completa de nuestra vida. El punto personal en el que todo converge dirige a su Iglesia y la gobierna con suave suasión de estiramiento.

Y el Señor lo sentó con los príncipes de su pueblo.

Con el evangelio de san Juan volvemos a nuestros rumies pascuales. La cadena del amor. Nace del Padre. Comienza con el amor que el Padre tiene por el Hijo. Y con ese mismo amor, el Hijo nos ama a nosotros. Amor del Padre que pasa a través del Hijo, que se nos da con el Hijo, por el Hijo, en el Hijo. Ningún amor se nos da fuera de este. Incluso el amor que nosotros tenemos por nuestros hermanos, padres, amigos, amantes. Porque todo amor discurre desde esa fuente de amor. Es verdad que nosotros lo podemos entenebrecer —¡tenemos la libertad de hacerlo!—, pero el amor procede siempre de quien es Amor. Habría que añadir aquello de “en última instancia” que utilizaba con tanta frecuencia Friedrich Engels para decirnos que todo procedía de la Materia. No, todo amor procede de la fuente del Amor, que es Dios Padre y que se nos da en el Espíritu Santo a través del Hijo.
Este es el mandamiento que nos dona, el único mandamiento: que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. Y nos ha dado la prueba más grande del amor, su realidad más grande, pues ha dado su vida en la cruz por nosotros, sus amigos. Atención, nadie vaya a pensar que sus amigos somos sólo nosotros, pues sus amigos también son ellos. Somos todos, con tal de que no lo rechacemos —e incluso en este caso todavía no se ha perdido toda esperanza—, de que creamos en él, de que nos unamos a él en su muerte y en su resurrección.