Hch 16,1-10; Sal 99; Jn 15,18-21

Hemos sido engendrados a la vida eterna por el agua del bautismo, habiendo sido hechos capaces de la vida inmortal. Siendo así, ¿nos dejarás caer de tu mano, Señor?

El Espíritu Santo es el que dirige las correrías de los discípulos tras las decisiones tan trascendentes tomadas en Jerusalén. El Espíritu Santo, que en la línea siguiente es el Espíritu de Jesús, no les consiente anunciar la palabra en la provincia de Asia y luego en Bitinia. Las visiones nocturnas les encaminan a Macedonia. Es una maravilla. Pablo y sus compañeros tienen una fuerza de palabra y de andar por caminos cada vez más lejanos que nos deja boquiabiertos, pero que quede muy claro, quien dirige sus pasos es el Espíritu. Porque la obra que están haciendo, el edificio que están levantando, es obra y edificio de Dios. La Iglesia de Dios, como normalmente la llama Pablo en sus cartas. Tras visión nocturna, dirigieron sus pasos a Macedonia, seguros de que Dios les llamaba a predicar el Evangelio. Maravilla la certeza con que se dejaban hacer; la tranquilidad con la que vivían los caminos y las realidades de su misión.

Buscaban que la tierra entera aclamara al Señor. Porque el mensaje que ellos transmitían no era para unos pocos, sino para la salvación de todos. Los judíos y los paganos, los jóvenes y los viejos, los hombres y las mujeres, los ricos y los pobres, los poderosos y los miserables. Buena Nueva universal. Reducirla a un solo grupo, sea cual fuere, es erosionar por su mismo centro el mensaje de universalidad de Jesucristo. Nunca es para un exclusivista nosotros. Nunca es para un nosotros que deja a quienes son ellos con sus modos y maneras. Mensaje de amorosidad, claro, pero que busca el eco en todos, en toda carne de humanidad, incluso en todas las criaturas. Qué sentido más radical el de Francisco Javier corriendo a los confines del mundo para predicar el Evangelio. Y el de Francisco de Asís predicando a pájaros y pececillos. O el de Madre Teresa acariciando la mano de los que mueren tirados en las calles de cualquier Calcuta.

Ay, pero, nos recuerda Juan, si el mundo nos odia —¿no es este el caso más palmario de lo que acontece a los cristianos de hoy, sobre todo, quizá, en la epulonaria Comunidad Europea, tan en crisis?—, recordad que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Su mensaje y nuestra Buena Nueva lo es de amorosidad, pero parecería que sólo suscita incomprensiones y odios. ¿Qué pasa?
Ay, tenemos la certeza, y Jesús nos lo recuerda hoy, que si fuéramos del mundo no habría ningún problema entre este y nosotros, lo sabemos por experiencia: cuando aflojamos la nitidez de la Buena Nueva, se aflojan los odios y las decididas incomprensiones. ¿Estará ahí la solución? ¿No será, por el contrario, nuestro tirarnos al suelo con las patas al aire en señal de rendida sumisión?

Ay, tenemos la certeza de que el siervo no es más que su amo. ¿No sería extraño que él terminara en la cruz, y nosotros no? ¿Sería síntoma de credibilidad que nosotros, finalmente, pisáramos los suelos alfombrados y no el barro de los pobres, de los perseguidos, de los inocentes muertos? ¿Qué significa en lo concreto de nuestras vidas que somos seres de amorosidad, que somos en la cadena del Amor?

Ay, ya nos lo advierte Jesús: todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre porque no conocen al que me envió.