Hch 16, 22-34; Salm 137, 1-8; Juan 16, 5-11

Los apóstoles se entristecen al decirles Jesús que se va. Sucede algo curioso: el Señor anuncia su marcha pero nadie le pregunta adónde va. Esto nos da una idea de la tristeza tan grande que embargaba a los apóstoles. Perder el Señor, para ellos, suponía perderlo todo. ¿También para nosotros?

Pero al margen de la sorpresa de los apóstoles está el hecho de que Jesús va a irse por nuestro bien. Sube al cielo con el fin de podernos enviar el Espíritu Santo. La venida del Defensor va unida al hecho de que Jesús se vaya. La venida del Espíritu Santo va a suponer tres cosas. Por una parte dejará en evidencia el pecado, ya que la efusión del Espíritu Santo va a probar la divinidad de Jesucristo a través de las obras de la Iglesia. También de una justicia, porque Jesús sube junto al Padre y en su humanidad glorificada recibe todo poder. El que ha sido maltratado en este mundo y tratado como pecador recibe junto al Padre todo el honor que le corresponde. Finalmente la venida del Espíritu Santo testimonia que el Príncipe de este mundo ya ha sido vencido y condenado para siempre.

Jesús, pues, se va, para que su salvación pueda alcanzar a todos los hombres. Se completa así el misterio pascual en el que hemos vivido la muerte de Jesús por nuestros pecados y nuestra justificación gracias a su resurrección. Por eso Jesús va junto a Padre. Por ello, aunque sintamos la tristeza por no tener físicamente al Señor junto a nosotros, sin embargo estamos alegres por su glorificación y todos los bienes que ello supone para nosotros. Es bueno pensarlo mientras nos preparamos para celebrar su Ascensión a los cielos.

En la primera lectura se nos muestra la transformación operada por los apóstoles. Una vez más encontramos el testimonio de que todo lo que decía Jesús se cumple. Pablo y Silas, encarcelados, cantan himnos. Seguros de la victoria de Jesucristo no dejan que los cepos que les aprisionan apaguen su esperanza y por eso invocan al que nunca defrauda. Las puertas de la cárcel se abren y sin embargo los presos no abandonan la celda. Una vez más descubrimos que todas las cosas suceden en el mundo para la gloria de Dios.

Si el carcelero hubiera encontrado la cárcel vacía quizás hubiera pensado que los amigos de Pablo y Silas, muy bien organizados, les habían liberado. Pero los presos estaban dentro. Aquel hecho extraordinario lo llevó a pasar de la tentativa de suicidio a la conversión. Comprendió que aquellos hombres conocían una salvación que era mucho más grande que estar fuera de una cárcel. Incorporado a la Iglesia conocía una alegría inesperada, que se manifiesta en la fiesta familiar que organiza en su casa. Ahora ya no ha de temer nada, porque ha conocido a Aquel que siempre está con nosotros y llena totalmente nuestro corazón.