Hch 18, 9-18; Salm 46, 2-7; Juan 16, 20-23a

Jesús compara la alegría del cristiano al nacimiento de un hombre. Normalmente el parto va acompañado de grandes dolores pero, cuando la mujer tiene entre sus brazos al fruto de sus entrañas, la alegría hace olvidar el sufrimiento. Hoy muchas mujeres pueden reducir esos dolores gracias a la anestesia peridural. Ha sido un gran avance que ahorra sufrimiento.

Jesús, al hablar de su partida, es consciente de que sus discípulos va a experimentar tristeza, pero no quiere que se ahoguen en ella. Siempre que nos falta aquello que amamos nuestro corazón experimenta dolor. A veces el dolor queremos olvidarlo y buscamos compensaciones. Sin embargo, como notaba san Agustín, cuando intentamos llenarnos de cosas que no nos ofrecen la verdadera alegría, nuestro corazón cada vez está más triste. Jesús ofrece a sus apóstoles un consuelo que no les aparta de la verdad. No les pide que en su ausencia vayan detrás de otro o que intenten olvidarle para que su corazón se apacigüe. Lo que les indica es que mantengan la esperanza, porque Él ha de volver.

Sin la esperanza nuestra vida en este mundo sería muy difícil. Podríamos dejarnos arrastrar por el pesimismo y caer en la apatía; también podríamos vivir una 4especie de “nihilismo no trágico”. Este se da cuando no se espera que suceda nada verdaderamente importante pero, a pesar de ello, se vive con total indiferencia, abstraídos por los placeres o la búsqueda constante de sensaciones. En este segundo caso, como también señalaba san Agustín, no podemos evitar el temor. Por eso existe el miedo a estar solos, a perder las amistades (que a veces no lo son), a no disfrutar de la comodidad…

La perspectiva que Jesús nos abre es muy distinta. Nos promete una alegría que nadie nos podrá quitar. Esa alegría es eterna. En cuanto nos damos cuenta de que el Espíritu Santo nos une a Dios y nos hace participar del amor eterno de Dios nuestra vida deja de convertirse en una amenaza continua y se acaba el miedo. La alegría que Jesús nos promete ya podemos experimentarla ahora. San Agustín señala que el mismo amor que se nos promete en la eternidad nos es participado ahora por el don del Espíritu Santo. No se trata de dos realidades distintas. Lo que sucede es que en la eternidad gozaremos plenamente de ese amor, ahora aún no. Pero el amor es el mismo: el Espíritu Santo. Con su ayuda podemos vivir intensamente cada día y superar todas las dificultades y angustias.

Amemos la verdadera alegría; no dejemos que las falsas alegría ocupen nuestro corazón. Igual hemos de pasar por momentos de tristeza, pero nos consuela la promesa de Jesús, en que volverá y ya no habremos de preguntarle nada porque nos lo dará todo.