«Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra.» Como siempre sucede con el Sermón de la Montaña, llegaremos a un absurdo si lo leemos como se leía la antigua Ley, es decir, como una regulación de la conducta. Así entendido, «ofrecer la otra mejilla» significaría negar algo tan humano como el instinto de supervivencia…

Propondré dos ejemplos de la misma Escritura: en muchas ocasiones quisieron los judíos apresar a Jesús, y sólo cuando humanamente le fue imposible escapar sin herir a hombre alguno se entregó a ellos. Las demás veces el evangelio nos muestra a Jesús escabulléndose, alejándose, evitando ser prendido con todos lo medios humanos a su alcance (excluyo los milagros; nunca realizó Jesús milagro alguno en su propio provecho). ¿Diremos que Jesús no cumplió lo que enseñó, que retiró la mejilla siempre que pudo? Cuando el sumo sacerdote Ananías ordena que abofeteen a Pablo en la boca, el apóstol reacciona increpando al pontífice: «¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada!» (Hech 23, 3). ¿Diremos que fue un pecado del apóstol, una falta de mansedumbre fruto de un arrebato de ira? Hace cuarenta años, el humorista español Miguel Gila dibujó una viñeta en la que aparecía un pelotón de fusilamiento dispuesto a disparar sobre el condenado. El reo había salido corriendo, y uno de los verdugos le gritaba: «¡Oiga, usted, vuelva aquí!». El condenado, a la vez que huía, gritaba: «¡No, que me fusilan!»… Pues eso.

Repitámoslo una vez más: sólo entenderemos el Sermón de la Montaña cuando nos demos cuenta de que la Ley Nueva reside en el corazón del hombre, antes que en su conducta. No es que la conducta carezca de valor; es que toma su valor «aguas arriba», allí donde nace, en el corazón. Por eso, el discurso del Señor sólo puede mostrarnos su sentido ante la llaga del Costado de Cristo, si por ella entramos en el Corazón de Jesús.

El amor nos hace vulnerables. Cuando amo a una persona, le entrego las llaves de mi corazón, y el poder de hacerme feliz o arruinar mi vida. Si alguien a quien no conozco me ofende, apenas me duele; si me ofende un ser querido, se me parte el alma.
Quienes dicen que nuestros pecados no ofenden a Dios deberían considerar que Él, al decidir amarnos, nos ha otorgado el poder de romperle las entrañas, así como el de consolarlo… Cuando yo, al pecar, asesté la primera bofetada en las mejillas de Jesús, Él, que para nada necesita de mí, decidió seguir amándome, seguir siendo vulnerable… ofrecerme otra mejilla. Y después, otro pecado, y otro «te quiero», y otra mejilla, y así muchas, muchas veces. Pero eso las mejillas del Jesús crucificado están rotas. Habiendo sido amado de esta forma ¿dejaré yo de amar a quien me ofende? Evitaré, si puedo, la ofensa; denunciaré valientemente la bofetada… Pero seguiré amando, seguiré siendo vulnerable. Sólo así podré volver al Calvario, y poner un beso en manos de María, para que Ella lo deposite en las mismas mejillas que yo tantas veces partí.