Gn 19,15-29; Sal 25; Mt 8,23-27

Ponte a salvo, no mires atrás: porque si lo haces te convertirás en estatua de sal. Hemos elegido seguir el camino que nos señala el Señor. Y eso tiene consecuencias en nuestra vida; tiene secuelas en nuestro ser. Las dudas de fe sólo se remecen con más fe; nunca mirando hacia atrás en añoranza de lo que dejamos. Nuestra mirada sólo está en ese más-allá que nos atrae, al que la fe nos conduce. ¿Nos hará, por tanto, perder la libertad? Al contrario, pues la libertad nos empujará a seguir en ese camino de la fe. La libertad no es un elegir en cada momento, al levantarnos cada mañana, de manera indiferente, lo que nos venga en gana. La libertad es continuar mirando a ese punto hacia el que nuestra fe nos lleva, mejor, que mediante ella nos atrae con suave empeño. La fe es sacramental. La fe lo es de nuestra carne. Fe de encarnación. Fe encarnada en la sacramentalidad de nuestra carne. Fe y libertad son elementos esenciales en eso que somos. La fe sólo puede ser libertad plena. La libertad sólo se edifica en la fe. No sólo no son contradictorias, sino que una se apoya en la otra, pues una sin la otra vacila y cae. Son las dos piernas con las que caminamos por el sendero de la esperanza y del amor.

En el salmo le hemos dicho al Señor palabras peligrosas: ponme a prueba. Uf, que el Señor no lo haga, porque ¿resistiríamos? Es verdad que el salmista con enorme prudencia enseguida nos indica que allá delante, en nuestro más-allá, lo que tenemos ante los ojos es la bondad del Señor. Y ella es la que cubriéndonos llena nuestras entrañas y nuestro corazón, de modo que, así y sólo así, transitamos en su verdad. Camino de fe; caminar de libertad. Pero la fuerza está en el Señor. No sólo porque indica el más-allá hacia el que avanzamos, sino porque esa fuerza está en nosotros para hacer posible ese marchar. Podemos caminar en la integridad porque él nos salva; porque tiene misericordia de nosotros. Por eso nuestro pie se mantiene en camino llano y bendecimos al Señor en la sacramentalidad de su Iglesia.

Se levantan temporales fuertes, en ellos estamos ahora, quizá siempre ha estado zarandeada la barca de la Iglesia hasta casi el naufragio. Y el Señor duerme. No hace semblante de estar dormido, nos dice el evangelio, sino que duerme. Tenemos que acercarnos a él gritando para despertarle. Que raro que se nos duerma el Señor, ¿no? Señor, sálvanos, que nos hundimos. Hoy seguimos con el grito, si cabe todavía más angustioso; parece que todo comienza a hundirse, que nada va a quedar, al menos entre nosotros. Como si hubiéramos vivido en un mundo que termina, cuyas bambalinas caen para poner otros proyectos, otros escenarios. Si alguna vez tuvimos el poder —Dios no lo quiera—, eso se terminó, todo parece arder como Sodoma y Gomorra. Ponte a salvo; no mires atrás.

¿Cómo podremos vivir hoy nuestra fe en Jesucristo? Sólo en Iglesia. Sólo viviendo esa vida encarnada; vida sacramental. No construyendo ideologías o intentando desbaratar las que se construyen al margen de lo que somos, o, peor aún, de lo que decimos ser. Sólo viviendo en profundidad nuestra fe. Viviéndola en libertad. Haciendo que ella nos haga caminar por caminos de esperanza y de amor. Sólo haciendo que la fe convierta nuestra carne en carne amante, haciendo de nosotros seres de amorosidad.

¡Cobardes! ¡Qué poca fe!