Siempre hay en catequesis niños que son más inquietos, más gamberretes, más desvergonzados. Hace unos años le tenía especial miedo a uno, era capaz de hacer cualquier cosa por hacerse el gracioso y, por lo tanto, sería capaz de cualquier cosa por dar la nota en la celebración de la primera comunión. Llegó el día en que le tocaba a su grupo hacer la primera comunión y bajé dispuesto a amenazarle con partirle las piernas (en sentido metafórico, claro), si hacía alguna estupidez. No hizo falta, el chico había caído en un estado de nervios que no se atrevía a salir a la Iglesia, se sentó solo en una silla, casi mirando a la pared y moviendo el cuerpo como un judío devoto frente al muro de las lamentaciones. En vez de temer que hiciese algo de más tuvimos que quitarle las intervenciones que tenía con peticiones, acciones de gracias y el ofertorio; se pasó toda la Misa callado en su sitio y con cara de miedo. No sé si fueron los nervios o el ángel de la guarda, pero fue la primera comunión más tranquila de ese año. Terminada la celebración -y para hacer honor al santo de hoy-, hicimos un brindis con las catequistas. El chico se había quedado bloqueado durante la celebración y aunque daba un poco de lástima fue lo mejor que podía haber pasado.
“Moisés extendió su mano sobre el mar, y el Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del este, que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda.” El mar era un obstáculo que dejaba bloqueada la marcha del pueblo de Israel cuando el enemigo estaba tan cerca. Podían haberse echado atrás, preparar la rendición frente a los egipcios, negociar la entrega o resignarse a su suerte. Pero Moisés confía en el Señor y hace lo que él le dice. Todos tenemos grabada la imagen de la película de los diez mandamientos con las impresionantes murallas de agua a los lados. Y el pueblo cantó, por primera vez en la Biblia, la victoria del Señor. (Hoy no pone en el leccionario Palabra de Dios pues habría que seguir con el salmo directamente, pero muchos se equivocarán).
En la vida puede haber situaciones en las que nos quedemos bloqueados, catatónicos, como el niño de la primera comunión o el pueblo de Israel contemplando el mar. Parece que no podemos avanzar más. Se nos hacen los problemas enormes: la crisis económica, quedarse en paro, el nacimiento de un nuevo hijo, la enfermedad o la muerte. Parece un mal que no podemos superar, que nos impide el paso. Nos decimos: “Hasta aquí hemos llegado” y no sabemos si podremos avanzar más o simplemente habrá que conformarse con volver a la antigua vida, como si Dios no existiera o nunca hubiéramos sido redimidos.
Sin embargo, si ponemos nuestra confianza en el Señor, cualquier obstáculo desaparecerá. ¿Por qué? Porque Dios puede y porque nos quiere. «¿Quién es mí madre y quiénes son mis hermanos?» Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: -«Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre.» Para el hijo de Dios no hay nada imposible. Habrá dificultades, tropiezos, sufrimientos, sudores y lágrimas, pero permaneciendo junto a Dios, confiando en Él completamente, todo es superable. Tal vez ahora lo estés pasando fatal, pero confía en el Señor y un día cantarás al Señor, sublime es su victoria.
La Virgen nos muestra el camino del triunfo, sin ahorrarle una sola incomodidad o dificultad, jamás vaciló en su fe, en su confianza, y ahora nos dirigimos a ella, y con ella pasaremos cualquier obstáculo. Rezar por los sacerdotes.