Éx 16,2-4.12-15; Sal 77; Ef 4,17.20-24; Jn 6,24-35

Llega un momento de la vida y me pregunto: ¿por qué habré elegido este camino?, ¿por qué el Señor me ha llevado por él? ¿Qué he ganado marchando por él, como no sea, finalmente, sino un desasosiego terrible y una desazón sin medida? ¿Cómo imaginar que ese ruta me llevaría a situaciones que me obligaran a decir: ¡ojala hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto! Entonces nos sentábamos alrededor de la olla fácil. ¿Pero ahora?

Pues bien, nos lo dice Jesús hoy, el trabajo que Dios quiere es que creamos en quien él ha enviado. No que creamos en estos o en aquellos, aunque hayan sido por tiempo largo a quienes seguíamos, pero que ahora nos han dejado en una estacada negra, horrorosa, que aparece sin fondo. ¿Secundándoles a ellos, no habremos seguido a Jesús? ¿Cómo discernir a quién hemos seguido de verdad, aquél en quien hemos puesto nuestra confianza por encima de todas las vicisitudes? Porque incluso cuando comíamos de la mano de Moisés el pan bajado del cielo, no era en realidad de él, sino del Señor. De él venía. Suyo era. Sólo este, el suyo, el que baja del cielo nos da vida; da vida al mundo. Creíamos recibirlo de algún nuevo Moisés, el nuestro, a quien seguíamos. Mas, de pronto, comprendemos que no es así. Porque ese es un pan muerto, corrompido, pan de la desolación, que nos deja perplejos al comprobar hasta qué punto era pan depravado. Entonces, ¿qué?, ¿todo pan es, al final, comida pervertida, entremezclada con nuestra más absoluta bajeza y amasado con todas sus ansias por el más perverso pecado?, ¿pan del engaño y de la ocultación?

¿Cómo reaccionar ante una situación como esta cuando se nos plantea en la vida? Hemos recibido pan del cielo entregado por manos perversas, que resultaron infames. ¡Qué humor más negro el de Dios! Y ahora tenemos que distinguir con cuidado entre lo que era pan del cielo, pan de Dios, y las manos enllagadas y supurantes que nos lo ofrecían. Manos que, quizá, besábamos con pasión, pensando que eran manos de Dios. Repito: qué humor más negro el suyo. Situación límite en la que algunos, quizá muchos, están. La carnalidad de Dios, aparece como carne putrefacta.

Hasta en esto, sobre todo en estas situaciones es cuando debemos actuar con los criterios de Dios, como nos señala san Pablo; no con la vaciedad de los criterios comunes. Porque hemos aprendido a Cristo. Preciosas palabras que nos aseguran un discernimiento. Sólo es así y esto es todo: hemos aprendido a Cristo. Nadie más. Aunque lo hayamos aprendido por intermedio de la carne de sacramentalidad, carne de personas y de gestos. Pero personas y gestos que transparentan a Cristo; al resplandor transfigurado de su carne. No es en Francisco de Asís en quien vemos el fulgor de Cristo, sino en el leproso que se atreve a besar. ¿Besaremos nosotros al leproso, enfermo de tantas llagas, de tan terribles pústulas? Ese beso de carne a la carne putrefacta, es beso del Señor. Beso en el que nos hacemos uno con el Señor.

¿Encontraremos ahí, pues, el criterio del Señor? El beso del leproso nos hace abandonar a nosotros, a ti y a mí, el anterior modo de vivir. Quien teníamos como nuevo Moisés se convirtió en un obsceno leproso que nos muestra sus terribles bajezas. ¡Humor negro del Señor! Pero la fuerza divinizante del besar la carne del leproso, centellea con el fulgor de Dios.