Nú 12,1-13; Sal 50; Mt 14,22-36

Ven. Palabra crucial en el evangelio de hoy. ¿Éramos dignos, nuestra carne no es una carne lacerada, como fue la de nuestros predecesores? Es evidente que no. Pero, no importa, el Señor en medio del viento contrario que contraría nuestra barca hasta hacerla zozobrar, de madrugada, acercándose a nosotros cuando ha pasado la reciedumbre de la obscura noche, se arrima por donde no lo esperamos. ¿Quién pensaría que viene a nosotros caminando sobre el agua, es decir, por la única ruta que creíamos impracticable? Es maravilloso cómo, una vez más, los discípulos, viéndole venir por lo imposible, se asustan y gritan. Ellos, como nosotros, como tú y como yo, de comienzo no entienden nada. ¿Por qué el Señor toma siempre esas maneras que nos desconciertan a más no poder? Gritaron de espanto. Nosotros también. Y es entonces cuando nos anima y nos dice que no tengamos miedo. No miedo de él, acercándose hasta nuestra barca por lugares inseguros, insospechados, sino pavor del huracán, temblor por lo que acontece, pánico del leproso y de sus llagas purulentas. Pedro, siempre el impulsivo, el maravilloso Pedro: si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua. Quién le mandaba hacer petición tan inaudita: te seguiré por donde vayas, cualesquiera que sean los caminos que escojas. Ven. Empezó a hundirse, cosa evidente, y gritó: Señor, sálvame.

Y este no le increpa por querer meterse en caminos imposibles para él. No pone en duda que hasta esos caminos son practicables para nosotros, para ti y para mí. Le increpa por su falta de fe. Esta es la que le hace hundirse: su falta de fe. Porque nada es ilusorio para quien tiene fe. Nada es vacía ilusión para él. Todo lo puede en seguimiento de quien es confesado el Hijo de Dios.

En este contexto leemos el salmo de la misericordia. Sí, es verdad, hemos pecado contra ti, nuestra carne es purulenta, como la del leproso, pero no importa, la misericordia del Señor es inmensa. Ella borra nuestras culpas, la tuya y la mía, aunque sean como grana; aunque repugnemos como el leproso lleno de llagas. La misericordia de Dios es tan grande con nosotros, que un san Francisco vendrá a besarnos; a besar nuestra carne podrida. A hacer que también nosotros refuljamos con el fulgor de Dios. Reconocemos nuestra culpa, contra él, sólo contra él hemos pecado, pero él lava del todo nuestro delito, limpia nuestro pecado. Nos ha hecho frutos de misericordia. Sacramentalidad de la carne.

Sorprende el papel de Moisés. Es a él a quien el Señor habló cara a cara; en presencia y no por enigmas contempla la cara del Señor. Es él quien intercede por los suyos. Han pecado y recibieron el castigo de su pecado: María, su hermana, tenía toda la piel descolorida, como nieve. No me exijas cuentas del pecado que hemos cometido insensatamente. ¿Cómo será, pues, cuando quien intercede por nosotros sea el mismo Hijo, Jesús, quien contempla de continuo la cara de Dios su Padre? Cara de amor y de misericordia. La suya, también, carne de sacramentalidad. Por eso palabra viva, gesto ligero, sacramental, construido con acciones materiales: el beso del leproso por Francisco es una de ellas. La caricia de Teresa de Calcula a los agonizantes tumbados en las aceras de aquella ciudad. Gestos materiales, un beso, una caricia, un poco de agua, de pan y de vino, unas palabras, un cuenco de aceite que se derrama, la imposición de unas manos, que son carne de Dios.