Dt 6,4-13; Sal 17; Mt 17,14-20

Señor, ten compasión. Quienes se acercan a Jesús con estas palabra, mejor, con esta actitud, lo tienen ganado. Y es así, porque, como nos lo dice cada vez, al allegarse a él lo hacen con una fe profunda. Fe de que en él mora la misericordia del Señor Dios. No porque él sea un curandero maravilloso —que, a lo mejor, también lo era, poco importa—, sino porque al acercarse a él de este modo, ha abandonado todo su sí mismo para darse por entero al de él, poniéndose por completo en sus manos. Manos de Dios. Manos misericordiosas que no pueden dejar de escuchar el lamento del pobre, del desamparado, del sufriente. Que no quieren dejar de acercarse a ellos. Curioso que esto, precisamente esto, sea la prueba de la intervención de Dios. No las grandes cataratas y huracanes, no los ruidos estridentes, sino, en el silencio, el suave murmullo, como tan bien lo vio y entendió el profeta Elías. Pues ese es el susurro de la misericordia y del amor. Por eso, sólo eso, es arrullo de Dios.

Escucha Israel la misericordia de tu Dios. Y sus palabras quedarán en tu memoria. Y las repetirás a tus hijos. Y hablarás de ellas estando en casa y saliendo de ella. Y yendo de camino y acostado y levantado. Y serán en tu frente una señal. Por eso, he ahí la razón profunda de por qué sólo él será tu Dios y no tendrás otros dioses o diosecillos, sólo a él le temerás y sólo en su nombre jurarás. ¿Extrañará, pues, que con el salmista cantemos que sólo él es nuestro Dios? Mi roca. Mi alcázar. Mi libertador. Mi refugio. Mi escudo. Sólo él tuvo misericordia de su ungido David. Sólo él tiene misericordia de ti y de mí.

Sólo él tiene, pues, la inmensa capacidad de curar a todo el que se acerca con fe. ¿Los discípulos? Depende. Mientras querían ser curanderos, como su maestro, nada conseguían. A ellos les faltaba todavía la compasión. Por eso, como dice el evangelio, no han sido capaces de curarlo. Ellos no se acercaban a la misericordia con la fuerza de su fe. Gente sin fe y perversa, eso es lo que sois, les increpa Jesús, su Maestro. Él sí, en atención misericordiosa a la fe de quien se ha acercado a él poniéndose de rodillas, increpa al demonio de la enfermedad, a todos los demonios del mundo, para que salgan del enfermo, y en aquel momento se curó el niño.

Extrañeza nuestra y de sus discípulos. ¿Cómo no pudimos nosotros? No hemos comprendido dónde está el motor de la curación: la misericordia; y tampoco cuál es la incitación: la fe. Hombres y mujeres de poca fe. Os acercáis a mí, como también os acercáis al tratamiento de la enfermedad y de la pobreza indigente, fuera de esa actitud de fe en mi persona. Sin saber quién soy y cuál es la fuerza resplandeciente de mi carne divina, carne de encarnación como la vuestra. Carne de sacramentalidad. Carne de salvación. Vuestra fe es tan pequeña que la más pequeña de las semillas aparece grande junto a ella. Porque si fuera grande, vencería a las montañas. Haría posible lo imposible. Es vuestra fe en mi la que hace de vuestra carne, carne de seguimiento, carne de curación, carne de amor y de misericordia. Y entonces será cuando, habiendo tomado mi cruz y siguiéndome, besaremos al leproso, como Francisco de Asís, con fulgor de Dios.