«Mesías, Hijo de Dios vivo». Con ese currículum, a Nuestro Señor Jesucristo no le habrían admitido en ninguna empresa de marketing; y con razón, porque les hubiera llevado a todos a la ruina. No sabe añadir letra pequeña, no embellece el producto, no utiliza reclamos… De acuerdo con las técnicas publicitarias, eso de soltarle, en la primera entrevista, al joven rico (un cliente de lo más prometedor, «forrado», interesado en el producto, y buena persona) la necesidad de vender todo cuanto tiene y dárselo a los pobres es una forma estupenda de espantar al consumidor. Lo lógico hubiera sido una financiación cómoda, y, a ser posible, sin empezar a pagar hasta octubre. «¡Chaval, eso está hecho! No pagues hasta octubre; tú sales de aquí con el alta dada y puedes empezar a hacer milagros ya mismo; déjame tu número de cuenta y, dentro de dos meses, empezaremos a cobrarte los plazos sin apenas recargo adicional». Parece de risa (y lo es), pero se trata de una tentación sumamente actual.

En términos generales, hablamos poco de Dios (desobedeciendo el mandato expreso que nos legó, antes de ascender a los cielos, Nuestro Señor Jesucristo). Pero, cuando hablamos, muchas veces lo hacemos con miedo a la radicalidad. No se lleva eso de ser «radical», es poco «democrático»; pudieran tomarnos por fanáticos, y -innoble excusa- acabaríamos alejando a la gente en lugar de acercarla. Queremos hacer marketing con la religión, y, por eso, intentamos evitar (en el peor de los casos, incluso creer) ciertos aspectos «desagradables» de nuestra fe: hablamos mucho de la misericordia y poco del pecado; mucho del amor y poco -muy poco- de la lujuria; mucho del perdón y poco del sacramento de la Penitencia; mucho de la amistad y poco de la familia, el divorcio y la contracepción… Los ejemplos podrían multiplicarse.

No tenemos derecho a maquillar el rostro de Cristo; eso significa que le creemos feo. Es cierto que el Señor pide al Hombre más de lo que el Hombre puede darle; en eso, Cristo es poco razonable (no tiene por qué serlo). Pero, ante esa realidad inapelable, tenemos tres opciones: en primer lugar, la del joven rico: decidir «no jugar»; al menos fue sincero. En segundo lugar, sacar el estuche de la srta. Pepis y retocarle el maquillaje a Dios, hasta conseguir un Dios a nuestra medida; podemos pasar la vida en ese juego sucio, pero me pregunto si un dios creado por nosotros podrá salvarnos después de la muerte. La tercera opción, plasmada de forma bellísima en la vida de la Virgen, es caer de rodillas y pedir a Dios que nos otorgue darle aquello que Él mismo nos pide: «hágase en mí según tu Palabra». Os aseguro que da resultado.