Jos 24, 1-2a.15-17.18b; Salm 33, 2-3. 16-23; Ef 5,21-32; Juan 6, 60-69

En la primera lectura de hoy se recuerda la asamblea de Siquem. En ella se ratificó la Alianza sellada entre Dios y su pueblo al pie del monte Sinaí. Una vez muerto Moisés, Josué se da cuenta de que los israelitas sienten la tentación de seguir a otros dioses y por eso les invita a renovar lo que entonces prometieron. Entonces los israelitas responden al unísono: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! Y lo hacen recordando las maravillas que Dios obró a favor de su pueblo. También nosotros, en no pocas ocasiones, hemos de reproducir esta experiencia del Antiguo Testamento. Hay momentos en los que la certeza pierde brillo y aparece la tentación de la duda. Entonces es el momento de renovar la confianza, y una forma de hacerlo es recordando todo lo que Dios nos ha dado. Aunque el Señor no deja de sorprendernos, hay ocasiones en que nos deja en cierta oscuridad para purificarnos. El salmo de hoy reproduce parte de esa experiencia.

Algo parecido sucede en el evangelio que hoy escuchamos. Jesús ha pronunciado el discurso del pan de vida que hemos escuchado los domingos pasados. Muchos de los que le escuchan vacilan y se van. Jesús no les ha pedido nada heroico: al contrario, les ha recordado que sólo pueden permanecer junto a Él si el Padre los atrae. A pesar de ello deciden irse. Entonces Jesús, en una escena tremendamente entrañable del Evangelio, se dirige a los Doce y les pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?»

Es una pregunta que resuena en los momentos de dificultad en la Iglesia. Muchas personas la han oído en su interior cuando sus amigos y familiares, y a veces todo un pueblo, abandonaban la fe para irse detrás de otros dioses. Quizás son las palabras que oyeron Tomás Moro y Juan Fisher cuando, contra la opinión de casi todos los nobles y obispos de Inglaterra, se opusieron al matrimonio ilícito de Enrique VIII. Quizás esta misma pregunta se escurrió entre los árboles del huerto cuando prendieron al Señor y los apóstoles salieron huyendo. En cualquier caso no es la pregunta de un único momento, sino que aparece una y otra vez en la historia.

Pedro responde con toda verdad: Señor, ¿a quién vamos a acudir? «Tú tienes palabras de vida eterna«. Fijémonos que la respuesta no sólo profesa una fe incondicional en Cristo, sino que, al mismo tiempo, señala que nadie le es equiparable. Cuando alguien deja a Cristo, siente que ese vacío no puede ser llenado. Todos los demás discursos se pierden en la caducidad de la vida. Son válidos para un momento, pero no sacian totalmente el corazón del hombre. Sólo Jesús, la Palabra Eterna del Padre que se ha hecho hombre por nosotros y se nos da como alimento, nos enseña lo que vale para siempre. En Él encontramos la respuesta a todo, porque no se trata de este o aquel problema, sino del sentido y la plenitud de nuestra vida.

Comentando este texto, Juan Pablo II señaló que no hay atajos para la felicidad. Hay quien puede creer que se puede encontrar un camino más fácil, pero al final se da cuenta de que su esfuerzo ha sido inútil y que si quiere alcanzar esa felicidad que ansía, debe volver hacia Cristo. Su lenguaje es difícil, pero lo que comunica es insustituible.