1Ts 2,9-13; Salm 138, 7-12; Mateo 23, 27-32

Tanto en la primera lectura como en el Evangelio de hoy continuamos con los mismos temas que escuchábamos ayer. Jesús señala la hipocresía de los fariseos, que podría ser la nuestra. Por fuera parecen muy hermosos pero son como sepulcros blanqueados. Dentro sólo hay podredumbre. Esta imagen es muy sugerente para la vida espiritual.

Por suerte Dios nos ha dotado de conciencia. Hoy en día algunos emplean la expresión “corazón”, que parece más comprensible en nuestros tiempos. Por ello, si hacemos un poco de examen podemos descubrir si hay armonía entre nuestros actos exteriores y nuestra interioridad. El santo Cura de Ars, tan presente en este año sacerdotal, señalaba que a veces, cuando acudimos a rezar, decimos unas pocas palabras y nos vamos ya satisfechos porque hemos cumplido. Difícilmente quien reza de esa manera puede experimentar una alegría profunda. Si entrara en su interior descubriría que le falta algo y que todas las argucias empleadas para autojustificarse no sirven.

Jesús señala aún otra cosa. Los fariseos levantan monumentos a los profetas que asesinaros sus antepasados. Pero en ese caso sus homenajes no dan testimonio de su sintonía con los profetas sino que, por el contrario, muestra su complicidad son quienes los mataron. Nosotros también, en ocasiones, nos emocionamos viendo las gestas de los santos o el desgaste de otros por el Evangelio. Los alabamos, cosa que está bien, pero nuestra vida no se parece en nada a la de ellos. Ni siquiera lo intentamos.

Frente a la actitud farisea encontramos de nuevo a san Pablo. Dice: “vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotros los creyentes”. Y de nuevo la medida es la caridad: “tratamos con cada uno de vosotros personalmente, como un padre con sus hijos”. Y de nuevo, señala los méritos de los tesalonicenses como para quitarse gloria a sí mismo: “no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios”.

La espiritualidad de los fariseos se nos presenta centrada en el hombre. La autosatisfacción y autocomplacencia parecen el único fin. Por el contrario san Pablo nos recuerda, con el testimonio de su vida, que el cristiano tiene su centro en Dios. Cuando toda la vida se ordena a Él se aprende también el amor a los hermanos que, como en su caso, puede conllevar una gran renuncia a uno mismo. El monumento a los profetas y a cuantos le precedieron es su propia vida, imagen en el presente, de cómo la misericordia de Dios sigue actuando en el mundo.