El otro día estuve charlando con un chaval (joven, más bien), de padre musulmán y madre católica; él nada de nada. Intentó vivir el Ramadán, pero se sentía un poco excluido. En su infancia veía que su padre cumplía el Ramadán, pero jamás vio a su madre ir a Misa. Ya con 20 años se hace preguntas, quiere saber y todo (sobre todo lo católico), le suena a nuevo. No conozco a los padres por lo que lo fácil sería juzgarles y pensar que el padre era un medianamente buen musulmán y la madre una mala católica. Pero hoy estoy positivo, no es que haya muchos malos cristianos, es que nos hemos acostumbrado mucho a la fiesta.
“En aquel tiempo, dijeron a Jesús los fariseos y los escribas: -«Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber.» Jesús les contestó: -«¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?»” Los católicos tenemos a grandes santos que practicaban grandes penitencias, en ocasiones hemos hecho de la virtud una renuncia y no de la renuncia una virtud, que es muy distinto. Quien está continuamente diciendo “no”, se agota, el cristiano es el hombre del “sí”, como María. ¿Por qué tantos cristianos podríamos calificarlos de tibios? No porque digan que no a la fe, es que dicen un sí chiquitito, un sí con reparos. ¿Qué ocurre si no vas a Misa un domingo? Nada que no pueda arreglarse en una buena confesión. Estamos acostumbrados a la misericordia de Dios, sabemos en el fondo de nuestro corazón que Dos perdona siempre, y eso da mucha paz; en ocasiones demasiada paz. Sabemos que Jesús “es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. El es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”. Muy en el fondo de nuestro corazón, aunque no sepamos expresarlo con palabras, tenemos grabado que Dios no se aleja de nosotros, seamos como seamos, como nadie se cortaría el cuerpo de la cabeza para pesar menos. Esa confianza nos lleva al relajamiento, a dejar que el Sí de Dios sea enorme, y el nuestro muy pequeño.
Ese Sí de Dios en el hombre, en sus hijos, tiene la ventaja que no está condicionado a nuestra entrega. Por eso a todo cristiano, a ti y a mi, puede llegarnos el momento en que descubramos la grandeza de ese Sí, lo inconmensurable que es el amor de Dios por cada uno, y entonces empecemos a decir un Sí más grande. Entonces caeremos en la cuenta que “llegará el día en que se lo lleven, y entonces ayunarán”. Pero no ayunaremos por caerle bien al Señor, sino porque el hambre de Dios (que gustamos mucho más de lo que podríamos pretender en esta vida), nos hará que rechacemos lo que no nos llena, lo superfluo, lo que incluso a veces llamamos “lo necesario”. El ayuno, la limosna y la penitencia cristiana no es un decir no a las cosas, es decir un Sí más grande a Dios. No ponemos un no viejo en el manto nuevo del Sí de Cristo.
Nuestra Madre la Virgen es la mujer del sí, que ella nos ayude a decir cada día más grande nuestros sies y a jamás decir no a lo que Dios nos quiere.