Ayer me encontré con un chaval que estaba triste. No tenía esa tristeza de llorar, ni esa tristeza que te lleva a estar mohíno o indolente. Era esa tristeza que te lleva a estar pensativo, que hace suyos tus pensamientos en cuanto te descuidas. Él decía que era sueño, pero se notaba que era tristeza. Así que terminada la Eucaristía volví a preguntarle: ¿Qué te pasa?. – Tengo sueño. Contestó. No, le dije, tu estás triste. Por fin me dijo que esa mañana había visto a su madre, a la que hacía mes y medio que no veía pues el chaval está en un centro de menores, y ahora -aunque sólo quedaba una semana para volverla a ver, se le hacía más triste el estar encerrado. En ocasiones la alegría y la tristeza tienen estas cosas. Podemos habituarnos a vivir en un mundo gris, sin grandes esperanzas y sin grandes decepciones, podemos ponernos la máscara de la indiferencia y parecer los más duros, que ni sufrimos ni padecemos por nada. Pero en la vida siempre llega un momento que nos encontramos con la alegría (otros dirán que con el dolor, pero yo creo que primero nos encontramos con la alegría) y el anhelo de esa alegría nos hace sufrir hasta que la poseamos plenamente.
“Jesús les dijo: -«Os voy a hacer una pregunta: ¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?» Y, echando en torno una mirada a todos, le dijo al hombre: -«Extiende el brazo.» Él lo hizo, y su brazo quedó restablecido. Ellos se pusieron furiosos y discutían qué había que hacer con Jesús.” Parece increíble que le bien pusiese furiosos a los escribas y fariseos. ¿Por qué les ocurre esto? Porque en el fondo no querían conocer la salvación de Dios. En un mundo donde todo está reglado y controlado no hay lugar para las sorpresas. Tal vez no llegasen a esperar de la vida grandes cosas, simplemente hacían lo que había que hacer cada día y con eso se contentaban. Dios estaba encerrado en sus normas y de ahí no tenía que salir. Cristo rompe sus esquemas, les muestra un Dios que va más allá de sus normas y costumbres, un Dios que nos quiere felices y, por lo tanto, no podemos controlarlo, sino anhelarlo con todas nuestras fuerzas. “Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para que todos lleguen a la madurez en su vida en Cristo: ésta es mi tarea, en la que lucho denonadamente con la fuerza poderosa que él me da. Quiero que tengáis noticia del empeñado combate que sostengo por vosotros y los de Laodicea, y por todos los que no me conocen personalmente. Busco que tengan ánimos y estén compactos en el amor mutuo, para conseguir la plena convicción que da el comprender, y que capten el misterio de Dios. Este misterio es Cristo, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer.” Saber y conocer al que llegaremos por la misericordia de Dios. Pero atisbar la grandeza de Dios hace que nos demos cuenta que vivimos en un valle de lágrimas, desterrados lejos del Señor. El cristiano sufre porque ama y se sabe amado. Tal vez podríamos convertir la vida del cristiano en hacer cosas, cumplir una reglas, en ganar puntos para el cielo, pero la vida del cristiano es dejar que Dios nos sorprenda y haga de la Iglesia algo vivo, que va descubriendo la acción de Dios en cada época y en cada vida.
La Virgen sufre y ama, ella nos guiará por esta vida hasta que lleguemos a los brazos de su hijo. Ahora hazte esta pregunta: ¿Qué tienes qué hacer hoy, el bien o el mal?.