Is 50,5-9a; Sal 114; St 2,14-18; Mc 8, 27-35

Es esta, seguramente, la pregunta clave que nos hace Jesús a nosotros hoy. Porque aceptar que es uno más de los personajes que nos hablan de lo numinoso, de lo divino, es cosa fácil, demasiado fácil. Suponer que es la revelación de Dios tal como quiere dársela a este grupo de personas y comunidades que proceden del viejo mundo grecorromano, tocado con amplitud por el mundo del AT, no es sino una respuesta mediocre e irreal, que en nada responde a la realidad de la revelación. Suponer que Jesús es una especie de superman de gaseosidades o, quizá, un nuevo Ché Guevara, dispuesto a salir metralleta en ristre en favor de los pobres y oprimidos en busca de su liberación política y social, es cortarse por entero de Jesús. Creer que Jesús era tan buen hombre, tan majo, tan sublime que Dios se fijó en él y se dijo: este ha de ser mi hijo y con él correré grandes aventuras, nada tiene de relista.

Pedro le contestó: Tú eres el Mesías.

El Mesías que brindó la espalda a los que le golpean, tal como nos revela en Isaías el tercer canto del siervo de Yahvé. Quien ofreció su rostro a insultos y salivazos, mas sabe que no quedará confundido, porque el Señor está con él. ¿Por qué ese camino? El camino de la cruz. El de la muerte expiatoria. El del sacrificio sangriento. El de la carne y la sangre derramada por nuestros pecados. Pues tal es el camino redentor que nos ofrece nuestra liberación del pecado y de la muerte. ¿Por qué este camino?, ¿no hubiera podido hacer que sus ejércitos angélicos cayeran sobre sus enemigos, desbaratándolos en una ignominiosa muerte para siempre? Entonces, ¿no hubiera sido el fracaso del plan de Dios? ¿Dónde hubieran quedado la imagen y la semejanza? Pues, al final, seríamos verdaderos hijos del Diablo.

El suyo es un camino de convencimiento; de rehacer en nosotros la entereza de lo que aparecía ya como pura perdición definitiva. De sostenernos con cuidado en sus manos redentoras para ir haciéndose con nosotros. Largo camino de encarnación. En el plan de Dios sobre su creación estaba prevista la encarnación del Hijo para hacer posible y verdadera realidad nuestra imagen y semejanza. Pero sin forzar con brusquedades nuestra mano. La redención, tal como nos la ofrece el Señor, cuenta con nuestra libertad. No se hace sin ella. Una suave suasión que estira de nosotros y nos conduce hacia él. Jesús es el Mesías, el Ungido de Dios, el Cristo. Él nos enseña y nos proporciona las fuerzas. Nos señala con su vida y con su muerte nuestro propio camino. Con su resurrección se nos da la prueba de cómo el plan salvador de Dios se cumple por entero. Y en ese cumplimiento se nos ofrece nuestro propio camino.

La epístola de Santiago ha sido ocasión de zozobra para paulinistas intransigentes. ¿Obras? ¿Obras sin fe? Mas ¿cómo pueden darse fe sin obras u obras sin fe? El camino de nuestra fe se encarna en Jesús, el Mesías; sin él, nada hay. Pero queda aún una obviedad: ¿cómo puede haber fe sin que, a la vez, como fruto de ese bregar en pos de Jesús, realicemos en nuestra vida las obras de amor y misericordia que él realizó? Vana es nuestra fe si no viene cumplida con las obras de la fe. Vanas son unas obras que no tienen su fuerza real en la fe en Jesús.