Sab 2,12.17-20; Sal 53; St 3,16-4,3; Mc 9,30.37

Porque la plenitud de la ley es el amor a ti y al prójimo, podemos rezar en la oración colecta, como siempre dirigida al Padre, que nos conceda cumplir sus mandatos, pues sus preceptos y reglas son de amor. Pero esto, lo sabemos bien, tiene funestas consecuencias, pues los malos acecharán al justo, que les resulta incómodo al oponerse a sus acciones. Y se oponen a ellas, simplemente, porque no las llevan a cabo ellos también. Por eso, sólo ver al Justo les da grima. Lo entiende como un reproche continuo. Lleva una vida distinta a los demás y eso hace que se note la suya; se aparta de sus sendas, porque las sabe impuras. Ya veremos, se dicen, cuando llegue el final de su vida. Veremos cómo termina. Lo someteremos a la afrenta y a la tortura. Lo condenaremos a muerte. ¿No se ve aquí el resultado de la cruz como empeño final de quien es el Justo?

Sí, es verdad que el Señor sostiene su vida. Pero lo va a hacer de una manera muy chusca: después de que el Justo sea colgado en el madero para que muera ignominiosamente fuera del recinto de la ciudad, como apestado. Pero Jesús recitará el salmo pidiendo a Dios que, escuchando su súplica, le salve. Dios, su Padre, es ciertamente su auxilio; pero en la cruz.

Y Jesús no llega a ese final de sopetón, abriendo los ojos ante la sorpresa de lo que le alcanza. Sabe que será entregado en manos de los hombres, cuando estos creen que, así, quedará fuera de las manos de Dios. Sabe que será muerto. Aunque, también sabe que resucitará al tercer día, pues Dios, su Padre, nunca abandonará al Justo. Lee el libro de la Alianza y sabe que ha de cumplirse en el amor, no en el abandono. Aunque ese amor consienta la cruz y pase por ella. Y, en el mientras tanto, cuando Jesús, en el comienzo de su angustia, dice a sus discípulos lo que va a acontecer, tan terrible como majestuoso, no entendían aquello y, una vez más, les daba miedo. No quieren enterarse; están a lo suyo, es decir, discutiendo quién va a ser el más importante. Jesús, en su paciencia infinita, se sienta y llama a los Doce, y pone en medio de ellos un niño: la realidad, pues, de la nada y de lo apenas existente. A él es a quien hay que acoger: al último de la fila, al que nadie ve, al que nada vale. A ese. Porque quien le acoge a él, el niño de Dios, acoge al que le ha enviado.

Santiago continúa con ese malentenderse de los discípulos. ¿Envidias y peleas? Ahí se darán toda clase de males. Lo importante es la sabiduría que viene de Dios, pues esa es pura, amante de la paz, comprensiva, llena de misericordia y de buenas obras. Mientras que la otra es mera apariencia, guerra, discusión, envidia, rompimiento. Cuando nos dejamos llevar de los deseos de placer que combaten en nuestro cuerpo, todo se chamusca, codiciamos lo que no tenemos y terminamos matando. Ambicionamos lo que no podemos alcanzar y todo son luchas y peleas. ¿Pediremos para colmar nuestros placeres? Debemos pedir, pero la misericordia, el amor, para que se nos concedan en plenitud. Plenitud de amor a Dios, nuestro Padre, y de amor al prójimo. Este es nuestro camino. Esta es nuestra realidad.