Santos: Mateo, Apóstol y evangelista, patrono de aduaneros, loteros, expendedurías de tabaco y recaudadores de Hacienda; Alejandro, Isacio, Melecio, obispos; Pánfilo, Eusebio, mártires; Bernarda de Tarantasia, Ifigenia, vírgenes; Néstor, confesor; Gregorio, monje; Jonás, profeta.

Hay quien, metido en su amor propio, prefiere su bien personal al de los demás. Más, tocando el fondo del egoísmo, uno descubre a lo largo de su caminar codo a codo con los hombres, que hay quien llega a molestarse si descubre gente generosa que se apiada de los demás. Por si fuera poco, incluso hay quien se disgusta porque los malos empiecen a ser buenos. Hay quien aún no aprendió la lección de dar preferencia a los bienes morales sobre los materiales. Y esto en mayor o menor intensidad nos pasa a todos. Posiblemente el profeta Jonás nos ayude con su profecía a ser menos egoístas y a aprender de Dios uno de sus atributos más embelesantes para con los hombres por lo que lo necesitamos: su misericordia con los pecadores o piedad, que es lo mismo.

Conviene decir desde el principio que los estudiosos de la Biblia, hoy por hoy, se inclinan a enseñar que Jonás –el libro y la profecía que lleva su nombre– más que presentarnos a un personaje histórico real, nos ponen por delante un mensaje, una enseñanza, una lección. Sería entonces el caso de un libro santo, escrito por un autor inspirado que quiso darnos una lección magistral cuyo contenido está muy próximo a la principal enseñanza del Nuevo Testamento: Que Dios es Padre bueno con entrañas de misericordia, de infinito amor para con todos y principalmente con los pecadores que se arrepienten.

El simpático personaje llamado Jonás bien merecería los calificativos de terco, malhumorado, egoísta, cobarde, impío, desobediente y protestón. Que él me perdone si, al contrario de lo que acabo de ofrecer en el párrafo anterior cuando sugería la posibilidad de que el libro perteneciera al género llamado didáctico, resultara que Jonás fue de verdad un tipo de carne y hueso como yo sobre el que cayó una encomienda de parte de Dios que ciertamente podría asustar a cualquiera. Y digo esto porque se le menciona expresamente en el segundo libro de los Reyes, bajo Jeroboán II.

El hijo de Amittay –que ese nombre lleva el padre de Jonás– recibió un buen día un encargo de Dios que le mandaba ir a Nínive porque su malicia había superado los márgenes aceptables y previstos. Rápidamente pasa por la imaginación de Jonás todo lo engorroso del asunto, y el cúmulo de preocupaciones que le va a traer semejante negocio; decide tomar un barco que sale del cercano puerto de Joppe, justo en dirección opuesta, hasta Tarsis, que es en el contexto geográfico del tiempo el fin del mundo, poniendo agua por medio. Pero se desata aquella formidable tempestad que pone a rezar a todos dentro del zozobrante barco, menos a Jonás que, entre intuitivo y desesperado, se echa a dormir su rebeldía en la bodega. El capitán de la nave lo despierta, le increpa, le pide razones y consigue que Jonás suelte la lengua echándose la culpa de la tormenta.

Arrojado al agua –a Jonás le da igual morir con los pulmones llenos de agua que apaleado por los ninivitas– lo traga un cetáceo –pez muy grande había de ser– que lo retiene en sus entrañas tres días hasta arrojarlo en las costas de la gran ciudad que necesita varias jornadas de andanza para recorrerla.

De nuevo le dijo Dios lo que había de pronunciar como sermón: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida». Y le escuchan. Hasta el rey se arrepiente y ordena penitencia, vestir de sayal y ayunos como signo de conversión.

Vuelve a irritarse Jonás que va a rumiar su disgusto tumbándose a la sombra de un ricino. No, si ya sabía él que aquello iba a terminar mal; ya sabía Jonás que si iba y predicaba, aquellos canallas se arrepentirían y se quedarían sin castigo porque, como Dios es clemente y misericordioso, los perdonaría. El enfado sube de tono hasta llegar a pedirle a Dios su misma muerte. Pero un gusano gigante fue royendo el ricino y al despertarse de mañanita y sin cobijo, de nuevo se enfadó porque le faltaba la sombra que el gusano se comió cuando se tragaba al vegetal.

Aprovecha Dios la coyuntura para decirle: «Tú te enfadas porque te falta el ricino y ¿no voy yo a compadecerme de los ciento veinte mil ninivitas que, al fin y al cabo, ni siquiera distinguen su mano derecha de la izquierda?».

Didáctico, insinuante, analógico, pueril, ingenuo, sencillo, cautivador y emocionante relato. La forma y, sobre todo, el contenido; no en vano Dios es su autor principal. El enfurruñado profeta Jonás, el quinto de los llamados menores, está plagado de lecciones que, aprendidas, ayudarán a que no nos veamos ruborizados al encontrar nuestra vida sin los deberes hechos por exceso de egoísmo, afán de comodidad, despreocupados del prójimo o anteponiendo los bienes que pasan al imperecedero bien moral propio y de los demás.