Esdr 6,7-8.12b.14-20; Sal 121; Lu 8,19-21

Llenos de alegría vamos a la casa del Señor. Una casa antes destruida hasta la última piedra y ahora reconstruida, siguiendo los planes del mismo Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Allá celebraremos su nombre. En ella estará nuestra vida. Vida en el Espíritu.

El pueblo judío ha sido castigado por el Señor, permitiendo su exilio de setenta años en Babilonia. Fuera de su tierra, fuera de su templo, del que no quedó piedra sobre piedra, y allá en la lejanía han debido rehacer al pueblo, prepararlo para su vuelta. Asombra la capacidad del pueblo judío de no olvidar por completo su tierra, la tierra prometida, el pacto de la alianza con su Dios. Ejemplo vital para nosotros, la nueva Jerusalén descendida del cielo. Todos esos acontecimientos que la historia les ha deparado, los entienden como historia sagrada. Porque el Señor se revela en los acontecimientos de la historia, los cuales leemos siempre como el camino que Dios nos pone para que nos alleguemos más y más a él. Para que, así, seamos el pueblo de la alianza. Los desastres pueden leerse como desgracias que caen sobe nosotros, como si hubiéramos sido dejados de la mano de Dios. Pero esa no es la lectura que Dios hace para nosotros. Pues debemos entenderlos como nuevas ocasiones para el seguimiento, en los que se nos muestra la mano misericordiosa del Señor, que nunca nos abandona. Es verdad que sus caminos son muy suyos, a veces incluso cargados de humor negro, pero no son caminos de abandono. Somos los suyos y ovejas de su rebaño. Él es nuestro pastor que nunca nos deja. Nunca se asusta por las manadas de lobos que quieren devorarnos. Nunca nos deja de su mano; de su protección. Somos, y seguiremos siendo por siempre, el pueblo de su alianza. Nada temeremos, pues él siempre, a sus maneras, seguramente no a las nuestras, siempre estará con nosotros.

Celebraremos el nombre del Señor que se nos revela en la historia. Historia a veces incomprensible para nosotros, pero historia sacra, pues en ella se nos revela la redención; en ella se nos ofrece su amor.

Lo que leemos hoy en el evangelio puede ser chusco. Tenemos en tan buena consideración a la madre de Jesús, ¡y con cuánta razón!, que nos deja perplejos este aparente desprecio con que él la trata hoy. El gentío hace que no lleguen hasta donde está Jesús. Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte. Pero Jesús ni siquiera ahora se deja llevar a lo que no es otra cosa que predicación del Reino. Se diría que quienes le quieren dar ese anuncio esperan que en Jesús se dé un respiro, que por un momento abandone su misión, llevado de sus propios afectos. Cuál mayor que el cariño a su madre y a los suyos. Parece algo evidente a quienes le dan la buena noticia de su llegada. Pero Jesús, de nuevo, aprovecha la ocasión para ir más allá; para hacer patente lo inesperado. Mi madre y mis hermanos son estos, y señala a los que le escuchan: porque escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. Esto es lo que Jesús pide de nosotros. Y eso es lo que el propio evangelio de Lucas ha manifestado una y otra vez cuando nos ha mostrado a María, quien, desde el comienzo, proclamó la grandeza de Dios y la humildad de su sierva. No podemos leer esta escena al margen de las otras.