Ageo 2,15b-2,9; Sal 42; Lu 9,18-22

No temáis, porque el Señor sigue con vosotros. No os ha dejado de su mano. No se ha olvidado de vosotros. A la obra, que yo estoy con vosotros. Todavía falta un poco y llegarán enseguida esos días que serán los de vuestro esplendor. La gloria de este segundo templo será mayor que la del primeros. Sí, claro, todo eso es verdad, pero también este segundo templo se destruyó y fue construido un tercer templo, el más reluciente de todos. Pero la destrucción de este tercer templo fue más rasante que la de los anteriores. Sólo queda de él, como todos sabemos, el muro de las lamentaciones. ¿Cómo entender esta historia? ¿Habrá abandonado el Señor a su pueblo para siempre?

Esta angustiosa pegunta ha sido el motor del pueblo elegido en estos últimos dos milenios. Pues en contra de cualquier desesperanza, los judíos creyentes confían en su Señor. Por encima de cualquier desaliento. Por encima de todas las historias.
¿No está pasando entre nosotros algo similar? Apenas si queda entre nosotros nada de lo que en tiempos parecía resplandecer. Apenas si algún muro de piedra en el que ir a cantar también nuestras decepciones y nuestras desesperanzas. ¿Será verdad que el Señor no abandona a su pueblo? ¿Acontecerá que, finalmente, es el mundo —el mundo joánico— el que ha ganado la partida, mientras que los pocos que parecemos quedar entre nosotros vivimos de ilusas esperanzas? ¿No estamos entre nosotros, en nuestro país, en estos países de la Europa occidental, en una situación parecida, donde sólo nos cabe ir a llorar nuestra decepción en algún lejano muro de los desalientos? Los tiempos en que vivimos, la historia que es la nuestra, ¿hará que vivamos en la pura desesperanza, en la certeza de que todo se está acabando? ¿Será verdad que el mundo se ha llevado el gato al agua?
¿Cómo entender esta situación? ¿De qué manea nuestra historia pude leerse como historia sagrada?

La respuesta a la pregunta que Jesús hace hoy en el evangelio puede ser decisiva. Estaba orando Jesús, en presencia de sus discípulos, y va y les hace una pregunta. ¿Quién dice la gente que soy yo? Si tuviéramos que responder hoy a esta pregunta, habría toda una panoplia de afirmaciones: me importa una higa quién sea; no tengo ni idea ni me preocupa demasiado; fue un tipo bien, pero los poderosos lo arrasaron; alguien que decía cosas bien interesantes; un personaje inventado por sus seguidores allá por la mitad del siglo segundo; alguien en quien los que estaban con él creían a pies juntillas y que, cuando murió en la cruz, lo resucitaron en sus sentimientos y en sus afectos; en fin, quién sabe, respuestas mil.

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Ellos respondieron al punto: el Mesías de Dios. Porque para ellos esta afirmación tenía un contexto vigoroso, y al decir lo que dijeron entendían a la perfección eso que decían. Pero, nosotros, cuando hacemos esa afirmación junto a los discípulos, ¿tenemos conciencia plena de lo que estamos diciendo? ¿Sabemos que esa respuesta se refiere a Dios y a esa persona Jesús, en la que la completud de Dios se manifiesta a nosotros para redimirnos del pecado y de la muerte? No sé, quizá sí; pero quizá no. Es posible que la nuestra sea una respuesta tan manida que no sabemos lo que decimos, porque es posible que, en realidad, no digamos nada. Si no entendemos la cruz de Cristo, si ella no es el centro de nuestra mirada, decimos sólo meras palabrinas.