Jl 3, 12-21; Salm 96, 1-6.11-12; Lucas 11, 27-28

Siempre imaginamos a Jesús cariñoso con sus padres. No podemos dudar de que así fue. Pensar lo contrario no se avendría ni con la persona de la Virgen ni con la del Verbo encarnado. Ahora bien, la mayoría de los textos evangélicos en que aparece María Jesús marca una cierta distancia de ella. El sentido común nos indica que es la persona a la que estaba más íntimamente unido. Ella pertenece al mismo orden hipostático y había sido bendecida por Dios con gracias singularísimas como su Concepción Inmaculada. ¿Qué se esconde tras ese modo de proceder del Señor?

Con temor y temblor sugiero algo. La actitud de Jesús es congruente con la de María, que siempre fue muy reservada. El Señor, con sus palabras, sigue encubriendo su misterio para que, más allá de la verdadera relación biológica que tiene con ella, es su Hijo, no se olvide la relación en el orden de la gracia. Tendemos a humanizar demasiado las cosas, olvidándonos de la relación que gratuitamente Dios establece con nosotros. Jesús encubre a María y así la protege. No quiere que nadie la coloque por debajo del lugar que merece. Nuestros elogios, viene a decir el Señor, siempre estarán por debajo de la consideración en que Dios tiene a la llena de gracia.

Por eso Jesús corrige el natural entusiasmo de aquella mujer del pueblo. No le dice que sus palabras estén mal, sino que le enseña a mirar más alto, a ser más profunda. No quiere que le pase inadvertido el verdadero misterio que se oculta en su Madre. No es una mujer más, como tantas otras. Es mujer como ellas, pero ha sido predestinada por Dios para una misión especial.

Esa relación con la Madre de nuestro Salvador nos es accesible a través de la fe. Para ello debemos escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Aquella buena mujer, que lanzó una alabanza muy grande a María, como ya había hecho Isabel cuando la visitación, forma parte de la cadena de personas que siguen cantando las glorias de María, como decía san Alfonso María de Ligorio. Espontáneamente aclamamos y ensalzamos a la Madre de Dios. Jesús, con sus palabras, no nos dice que eso esté mal. En su corazón ama que hablemos bien de María. Pero nos enseña a mirar a la Virgen como la fiel cumplidora de la voluntad de Dios. Ella es el modelo al que debemos acudir los que queremos vivir bien como cristianos. En ella podemos aprender a participar de la belleza que reconocemos en ella: la belleza que otorga la gracia de Dios.

Que la Virgen María, cuyo corazón rebosaba conocimiento y amor hacia su Hijo nos ayude a comprender mejor sus palabras y nos acompañe en el camino de la vida a fin de que podamos cumplirlas.